28 Febrero 2018 a las 14:36
En el auditorio de Korogocho suena Bach pero sigue oliendo a basura. A heces. A plástico calcinado. A fruta putrefacta. Justo detrás del escenario brota una columna de humo. Deben de estar quemando en Dandora, el principal basurero de Nairobi. Y la música puede hacer frente al hambre o a la discriminación, pero todavía no tiene dominio sobre los olores. Quizás lo logre algún día. Si ha conseguido llevar a los niños de la Ghetto Orchestra frente al Papa, ¿qué no podrá hacer?
Por Pablo L. Orosa
Mientras pasea por el interior del complejo de la iglesia de St John’s, Simon Kariuki le da vueltas a la pregunta. El barrio sigue siendo el mismo rincón nauseabundo de su infancia. Aquí siguen las bandas del basurero. También las de los políticos. La prevalencia del VIH ─alrededor del 12%─ dobla a la de otros barrios de la ciudad y la violencia alcanza al 83% de los chicos que residen en Korogocho. “La vida siempre ha sido difícil aquí, pero la gente está acostumbrada. Si preguntas por ahí fuera te dirán que es lo que hay: es la vida. Aquí hay pocas oportunidades”.
Quizás la música sea la única. Al menos la más importante. Por eso, adentro de las paredes de colores sólo se escuchan dos cosas: el balón y los instrumentos. Desde primera hora, cuando sobre el domingo no asomaban todavía las nubes grises pero sí el calor plomizo, la iglesia de St John’s está llena. De las familias que acudieron a la misa ya sólo quedan los chicos para el ensayo. Más de 650 llevan viniendo aquí cada domingo desde que en 2008 la artista Elisabeth Njoroge lanzara el programa “para crear un mejor Korogocho”. Algunos bailan. Otros aprenden a tocar la guitarra. Unos 80, de entre 14 y 20 años, conforman la Ghetto Classics orchestra.
“Tocar el violín significa mucho para mí. Es mi manera de expresarme”, asegura Lamek. Lleva tres años haciéndolo y todos en el barrio suspiran por ser como él. “Es uno de los mejores”, susurra uno de los maestros.
Música contra el estigma
Lo normal es que Lamek no tocase el violín los domingos. Lo normal es que Lamek se ganase la vida con algún trapicheo y pasase la tarde con sus amigos con una cerveza y el partido del Liverpool. Lo normal es que Lamek formase parte de una de esas turbas étnicas que alimentadas por el tribalismo de los políticos convierten Korogocho en un infierno con decenas de muertos en cada proceso electoral: el de 2017, que tuvo que repetirse en octubre por las irregularidades detectadas por el Tribunal Supremo para acabar igualmente invistiendo a Uhuru Kenyatta, no dejo víctimas. Al menos oficialmente. Pero sí los ecos de la brutalidad policial.
“Es difícil vivir aquí”, continúa Lamek, que a diferencia de lo que le decía el destino no porta pistolas sino un violín en sus manos, “la gente se piensa que somos ladrones y delincuentes. La propia Policía también lo piensa, así que si hay algún problema simplemente nos matan”. Detrás de la miseria de Korogocho se repite el mismo esquema de siempre, el de Kibera o el de cualquiera de los slums de Kenia: sin educación, las puertas del mercado laboral se cierran y la oferta de las bandas criminales ocupa su lugar, atrayendo a su vez más violencia con la que perpetuar el estigma de inseguridad y mala vida que echa el candado definitivo al círculo de la pobreza.
Es por eso que la prioridad del Ghetto Classics Programme es conseguir que los chicos se sientan orgullosos del barrio. Sobre todo de su orquesta. Esa que ha logrado actuar ante el Papa Francisco. También ante Uhuru Kenyatta.Aunque de eso no todos se sienten orgullosos. Esa que hace sonar a Bach y a los Piratas del Caribe de Zimmer entre el arroyo bruno. Esa que ha hecho saber a toda Kenia que entre su cielo de zinc oxidado cabe todo el talento del mundo. Esa de la que no pueden estar más orgullosos.
Sólo desde la conciencia de barrio se puede construir el “mejor Korogocho” con el que soñaba Njoroge. Sólo convenciendo a los chicos de que es el diccionario lo que detiene las balas, éstas dejaran de sonar en el desfiladero que conduce a Dandora.
Educación para la vida
Más que música, en el complejo de la iglesia de St John’s se aprende a vivir. Se aprende a que para salir adelante hacen falta dos cosas: autodisciplina para no dejar de perseverar y esperanza para no dejar de soñar. Justo las dos cosas que más escasean en las casas de Korogocho.
Por eso Simon Kariuki y los demás chicos de la barriada que hoy ejercen de monitores insisten en la rutina del estudio: hay que formar los grupos, tomar los instrumentos y tocar. Tocar. Y tocar. Tocar todo. Los violines. Los saxofones. Las flautas. Los tubas. Los chelos. “Aquí todos los chicos tocan más de un instrumento. Aquí no es como los chicos ricos, que tiene las cosas cuando las quieren, los chicos del slum cuando comemos, comemos todo lo que hay porque no sabemos cuando vamos a volver a comer. Cuando aprendemos es igual”.
Los chicos obedecen las instrucciones de Kariuki. Hay jovencitas caminando en círculos mientras ajustan el trombón, una banda, la banda de Jason, que practica la última de de Oliver “Tuku” Mtukudzi y decenas de pequeños solistas que comparten el mismo pentagrama e intercambian instrumentos. Dentro de un pequeño salón de paredes desnudas una veintena de chiquillos sacuden las caderas como quien sacude África. O al mundo.
Por la ventana que cuelga sobre el auditorio se cuela una brisa ligera. Huele a humo. Y a aire sucio. Hasta que de pronto Lamek y David toman el violín. Entonces es como si la basura de Korogocho dejase de oler.
Fuente: www.publico.es