28 Octubre 2020 a las 10:54
Y a eso agrega la alegría de tener un ingreso importante e inesperado en tiempos duros económicamente. Socia de Fondo Esperanza, organización que ayuda a mujeres vulnerables a convertirse en microempresarias, esta costurera se siente una privilegiada al estar despachando pedidos de CMPC y de Hogar de Cristo, entre otros clientes. Su caso sirve para poner en contexto un objeto sanitario que se ha vuelto un símbolo del 2020.
Por Ximena Torres Cautivo
Antes de la pandemia, las mascarillas –quizás el objeto más emblemático de la emergencia sanitaria mundial que vivimos–, “costaban 17 pesos la unidad”, cuenta Héctor Pérez, encargado de logística del Hogar de Cristo. Y agrega: “El valor más alto al que llegamos a comprar durante el peak de contagios fue 600 pesos cada una; hoy el precio se ha estabilizado en 100 pesos”.
Poquita plata en apariencia, pero que sumada, ha generado un déficit exorbitante en los presupuestos de todas las fundaciones que, como el Hogar de Cristo, prestan servicios socio sanitarios a poblaciones particularmente vulnerables. Mientras no exista vacuna, ese sencillo adminículo, bien usado y ajustado a las normas de seguridad, es el gran escudo protector contra el coronavirus, y las autoridades sanitarias exigen su uso en residencias para adultos mayores, hospederías, casas de acogida, tanto de las personas que viven en ellas como de quienes los asisten.
Lo exigen, pero no lo financian.
En el Caso del Hogar de Cristo, para atender a 4.500 adultos mayores, hombres y mujeres con discapacidad mental y personas en situación de calle en programas residenciales se requieren 141.050 mascarillas al mes, con un costo de 22.328.960 millones de pesos. Basta multiplicar ese único ítem por doce meses para sopesar que, sin el compromiso del Estado para incluir esos costos en el Presupuesto de la Nación 2021, se hará muy difícil la protección de los más desvalidos entre los desvalidos.
También permite entender que guantes, alcohol gel, pecheras y escudos faciales, además de sanitización de los espacios, es un suma y sigue oneroso que se agrega al de las mascarillas, para el que ninguna de estas instituciones estaba ni está preparada.
Pero son las imprescindibles mascarillas las que tienen más capas en esta historia.
Ximena Reyes (41), socia de Fondo Esperanza –organización de desarrollo social pionera en Chile, que ayuda mayoritariamente a mujeres microempresarias con servicios de micro financiamiento, capacitación y fortalecimiento de redes de apoyo–, las hace de dos y tres capas. Antes de la pandemia, se dedicaba a vender detergentes, disfraces y a “hacer muñequería; o sea, figuras de soft”, para aportar a la economía familiar. Madre de tres hijos, de 20, 14 y 6 años, siempre ha intentado apoyar a su marido y contribuir a las finanzas familiares, pero con pequeñas iniciativas sin resultados significativos. Pero llegó el coronavirus y, a diferencia de lo que le ha sucedido a la mayoría, con él, una oportunidad inesperada y muy positiva.
“Me llega a dar pena decir que para mí el COVID-19 ha sido muy bueno. Yo soy costurera y tenía mi máquina de coser y, cuando un particular, me propuso que le fabricara mascarillas, no lo dudé. Después recibí un encargo de otras mil mascarillas para la CMPC. Ahí me di cuenta de que no podría hacerlas solita y llamé a dos amigas: Mariela López y Denisse Villanueva para que me ayudaran. Me llena de felicidad saber que les estoy dando trabajo a otras mujeres”.
Costurera avezada, se declara autodidacta en el asunto, formada a puros tutoriales encontrados en Youtube, los que la han hecho experta en materiales, capas, técnicas. Habla, por ejemplo, de lo escaso que está hoy “el TNT, ese material que se utiliza para hacer las bolsas desechables, que no es tejido, por lo tanto no es poroso y no deja que pase nada a través de él como sucede con las telas tejidas. El TNT está agotado, casi nadie tiene, salvo que se encargue por container y yo todavía no tengo esa capacidad”, dice, soltando una carcajada.
Cuenta que ella hace sus mascarillas con capas, cumpliendo con los estándares que le exigen los clientes. “Existe un estándar específico para hacer mascarillas que sean realmente protectoras. Yo me ciño a él”.
Después del pedido de la Compañía Manufacturera de Papeles y Cartones (la CMPC), le llegó otro del Hogar de Cristo, el que la convenció de que debía sacar su 10% de la AFP y comprarse una máquina para estampar y darle otro impulso al negocio. “Ahora las hago personalizadas, igual como se hace con las camisetas, agrego diseño, marcas, conceptos”, cuenta.
NO VERNOS LAS CARAS
Quien haya visitado Japón y entrado a un supermercado o a cualquier pequeña tienda de conveniencia se dará cuenta de cuán arraigado está el uso y consumo de mascarillas desechables entre sus habitantes. Junto al papel higiénico y las servilletas, ocupan góndolas completas y las personas las incluyen en sus compras como un ítem doméstico y cotidiano imprescindible.
Ese implemento explica en parte sustantiva lo que ha mantenido a salvo a los disciplinados japoneses del coronavirus: un país de 127 millones de habitantes que tiene 1.700 muertes por COVID-19, cuando en Chile somos 17 millones y han fallecido ya casi 14 mil personas–. Japón además tiene más ancianos per cápita que cualquier otro país del mundo, su población se concentra en ciudades densamente pobladas y su metro es de los más saturados a las horas peak, pero con todo eso las tasas de contagio han sido bajísimas. Expertos, médicos, sociólogos historiadores, hablan de atributos como la disciplina social, el respeto por el otro, la poca costumbre de besuquearse y tocarse… y el uso de mascarillas, entendidas como una tecnología protectora, con muchísimos años de historia.
Su uso se instaló a principios del siglo XX por la llamada gripe española de principios del siglo XX y una de las mayores pruebas del hábito de cubrirse la boca en público en la cultura japonesa fue la epidemia del Síndrome Respiratorio Agudo Severo (SARS, por sus siglas en inglés), que golpeó el sudeste asiático en 2003. En Japón no hubo víctimas, a diferencia del resto de la región. Para los expertos, la mascarilla actúa como una barrera física, pero sobre todo como un recordatorio de que aún tenemos que tener cuidado unos de otros, de enfermarse o de enfermar al resto.
–Gracias a Dios hasta el momento para nosotros las mascarillas han funcionado. En mi casa somos cinco personas y ninguna se ha enfermado. Yo reparto el material a las chicas que me colaboran, la tela, todo, y marcamos y cortamos juntas las piezas. Luego cada una cose las suyas –cuenta Ximena Reyes desde su casa en Puente Alto, quien tuvo convertido el living de su casa en taller hasta que se apoderó del dormitorio de su hijo mayor, que ahora está en la escuela de suboficiales del Ejército, muy lejos de Santiago.
Cuenta que el hijo del medio es el que la ayuda cuando la ve afligida con tanto pedido. “Me colabora ayudándome a darlas vuelta. Demoro entre 5 y 10 minutos por coser cada unidad. En un día hago unas cincuenta, más cocinar, hacer aseo y ayudar a los niños con la tareas, no es mal número”.
Admira las mascarillas que incorporan diseño. “Tachas, brillos, adornos. Vi en la tele que la señora del futbolista Pinilla hacía unas todas fashion, que vendía en 8 lucas o más, pero lo mío, más que el lujo, es la seguridad. Que sean simples y útiles. Que protejan del contagio”.
Dice que cuando sale a la calle no deja de impresionarse con el uso de la mascarilla. “Pienso: a lo que llegamos, a no poder vernos las caras, pero comprendo que son necesarias porque no hay otra protección por ahora. Yo uso mis mascarillas, aunque muchas veces sea latero y se me empañen los lentes, pero siento que haciéndolas y usándolas yo misma ayudo a que la gente esté sana, no enferme. Y me cuesta expresar la alegría que significa tener un trabajo, estar obteniendo ingresos, ayudar a que mis amigas también ganen y haberles dado este uso a mi máquina de coser y a mis conocimientos de costura”, concluye Ximena, fabricante por estos días de mascarillas que llevan impresas palabras como solidaridad, justicia y equidad.