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Marcia Ortiz:

“La fundación es mi otra mano, mi otra pierna, mi otro todo”

A esta madre de tres adultos con discapacidad mental, el Centro Diurno del Hogar de Cristo de La Granja, donde sus hijos acuden desde hace diez años, le cambió la vida. “Si en este momento me dijeran que mis hijos no pueden seguir en la fundación, ahí sí que me derrumbo”,  señala.

Por Valentina Miranda G.

8 Mayo 2023 a las 12:57

Marcia Ortiz (61) es una mujer resuelta, con sus ideas muy claras, que no teme decir lo que piensa, una leona que protege a sus cachorros. Una mujer con empuje y positiva. Y eso que la vida no se la ha puesto fácil.

Fue madre a los 25 años de dos gemelas, Guisselle y Katherine, hoy de 37 años. Una de ellas, Guisselle, nació con un hemangioma, una acumulación anormal de vasos sanguíneos en la parte derecha de su cuerpo y cara que se manifiesta en una gran mancha roja que sangra con facilidad ante cualquier roce. Pero eso no es todo. Cuando las niñas entraron a kínder, detectaron que tenían dificultades para aprender. Diagnóstico: un retardo mental moderado. Fueron a colegios especiales, periodo que no fue fácil, especialmente para Guisselle, a quien molestaban mucho por su mancha en el rostro.

Diez años después nació Bastián (27), padre de un niño de 8 años, y luego Matías (25), que también presenta un retardo mental moderado. Nunca supo por qué tuvo tres hijos con deficiencia mental. “Me hice un examen de genética pero nunca me llamaron. Yo creo que puede ser genética porque por parte de mi mamá tengo primos que tuvieron retardo”, señala.

Afortunadamente, la situación económica de Marcia no es tan precaria. Vive en una sencilla casa, propia y pagada, en la misma villa en la comuna de La Granja a la que llegó a vivir con sus padres a los 5 años. Cuando sus niños eran chicos, trabajó durante seis años en LAN, donde empezó haciendo aseo en los aviones. A punta de esfuerzo e inscribiéndose en cuanto curso se ofrecía, llegó a ser supervisora general de mantención de aviones. Pero supo que la persona que cuidaba a los niños les pegaba y tuvo que tomar una decisión difícil. Optó por sus hijos y dejó de trabajar. Fue un golpe duro.

“Me la lloré toda porque hice carrera ahí. Fue frustrante, porque tenía mi plata y ahora prácticamente vivo de ellos, de sus pensiones, y de lo que pasa el papá. No nos podemos dar un lujo como lo hacíamos antes cuando trabajaba”, dice.

Es que además antes de la pandemia, vendía ropa interior, iba a la Ligua a comprar chalecos para vender, se las rebuscaba, pero ahora ese negocio está malo, según dice. Hoy está dedicada completamente a sus hijos y a cuidar a una tía con demencia y movilidad reducida. Antes fue cuidadora de su mamá y luego de su papá.

MIS CRISTALES

Matías –el Mati, como le dice Marcia– iba feliz a su colegio especial hasta que a los 16 años tuvo una mala experiencia con un compañero que lo molestaba y quiso hacerle tocaciones. “Se tiraba al suelo para no ir a la escuela. Pensé que algo le había pasado pero no me quería contar. Hasta que supimos porque, como él creía que era un juego, trató de hacerle lo mismo a un vecino. Cuando fui a la escuela ese niño ya no estaba, pero les exigí un psicólogo y sigue con él hasta ahora. Ahí empezó con arrebatos de repente”.

Es que él y Guissella tienen problemas de control de impulsos, se frustran fácilmente y reaccionan mal. Ambos están con medicamentos que han ayudado a disminuir estos episodios.

Y fue justamente cuando Matías estaba pasando por este proceso, que los tres hermanos ingresaron al Centro Diurno de La Granja, que acoge a 30 hombres y mujeres adultos con discapacidad mental en situación de pobreza y vulnerabilidad. Y le cambió la vida. No sólo a ella. “Me siento súper, hiper agradecida de la fundación porque fue un apoyo excelente en ese momento. Yo no sé qué haría sin la fundación. Es el apoyo más grande que he tenido”.

Marcia está separada desde que nació Matías, aunque su marido vivió con ella y los hijos hasta hace muy poco. Hoy él vive junto a su hijo Bastián y su familia muy cerca, en la misma villa.

“Mi marido está presente, pero no interactúa mucho con ellos porque nunca quiso aceptar que Dios le diera hijos con problemas y yo no estoy para calentarme la cabeza con nadie. Mi salud mental es prioridad para estar con mis hijos. Aunque él no haya estado con la labor de papá al ciento por ciento de jugar, a ellos les encantaba que estuviera su papá. Lo hice por ellos”.

Las gemelas no saben leer, aunque conocen algunas letras. Matías, en cambio, sí lee, un poco. A los tres les cuesta expresarse y no pueden llevar una conversación fluida. No saben andar solos en la calle ni tomar micro.

“La verdad es que yo ahí tengo algo de culpa. Toda la vida los he protegido y lo voy a seguir haciendo. No me vengan a decir lo que puedo hacer con mis hijos porque yo no más sé. Es que son mis cristales. Estos niños así son muy sanos, inocentes”.

No es extraño esta sobreprotección. Según Javier Salazar (35), terapeuta ocupacional y jefe del Centro Abierto de La Granja, lo que más persiste es la infantilización de las personas con discapacidad mental, de la sociedad en general y de sus propias familias. Y tratarlos como niños es lo que más atenta contra la inclusión social.

Marcia reconoce que justamente una de las cosas que más le costó fue soltarlos. “Los iba a dejar al Centro, aunque es muy cerca. Me decían que tenía que dejar que se fueran solos, pero no me atrevía. Después los dejaba irse solos, pero los iba siguiendo y ahora ya se van solos”.

El Centro Diurno, una acogedora casa de madera ubicada casi en la esquina de San Gregorio y Santa Rosa, los acoge de lunes a viernes de 9:30 a 17 horas desde hace diez años, prácticamente desde que se creó. Allí toman desayuno y hacen las labores de limpieza entre todos. Luego realizan distintas actividades, desde talleres de computación hasta trabajos en el huerto, incluidos frecuentes paseos a museos, a la feria del barrio, al zoológico, al planetario, incluso han ido a la playa y a la nieve, todo bajo la supervisión de un terapeuta ocupacional y un monitor social, con el apoyo de estudiantes en práctica de terapia ocupacional, trabajo social, fonoaudiología y psicología. Algunos –como estos tres hermanos– participan además en el coro de la inclusión, que se ha presentado en colegios de la Región Metropolitana y hasta en regiones.

-¿Cuál ha sido el apoyo más importante de la fundación?

-El emocional. Están preocupados de uno, pendientes si es que necesito algo. En la pandemia también estuvieron súper preocupados de nosotros.

-Antes de llegar al Centro Abierto, ¿qué era lo más difícil para ti?

-Interactuar con ellos porque les hablaba como si fueran personas normales. Las chiquillas no podían aprender y eso es lo que me costaba a mí entender, que no podían. Si al Mati todavía le tengo que ayudar a limpiarse el popo, a bañarse. El psicólogo del Cesfam me decía: ‘tú siempre los has tratado como personas normales y tienes que entender que tienen capacidades diferentes porque su coeficiente intelectual es bajo. Es como que le pidas a un sordo que te escuche o a un ciego que te vea. Y ahí yo reaccioné, ahí empecé a cambiar mi chip.

– ¿Qué cambios has visto en tus hijos desde que van al Centro?

-Entienden más y son más autovalentes. Si es uno la que no los deja meterse a la cocina, da miedo porque ahora hay tantos derechos del niño, capaz que no le crean a uno si les pasa algo, una quemadura en la cocina por ejemplo. Las chiquillas se bañan, se visten, hacen su pieza, son súper ordenadas, secan la loza. En el Centro les dicen que tienen que hacer sus cosas. Matías es más flojo, está criado como hijo menor.

-¿Qué ha significado el Centro para ti?

-Si en este momento me dijeran que mis hijos no pueden seguir en la fundación, ahí sí que me derrumbo porque son mi otra mano, mi otra pierna, mi otro todo. Han sido un apoyo inmenso en todo el sentido de la palabra, me he topado con gente muy buena.

-¿Qué le dirías a otras personas que tienen hijos con problemas?

-Que se atrevan a llevarlos porque van a encontrar gente con buenos sentimientos y, lo más importante, con vocación. Porque cuando hay vocación, fluye todo lo demás.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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