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Hilda Navarrete y Rosita Catalán:

Match solidario a otro nivel

Hace siete años estas dos mujeres no se conocían. Rosita, con una demencia avanzada, estaba sola y desamparada. Hilda, tenía su casa, pero –lo más importante– un corazón enorme dispuesto a dar amor. Desde que se toparon, Hilda cuida a Rosita. Una historia que nos motiva a preguntar: ¿tú te harías cargo del cuidado de un adulto mayor con Alzheimer al que ni siquiera conoces?

Por Valentina Miranda G.

13 Diciembre 2023 a las 13:53

“Aprendí que lo más importante en la vida no es el dinero ni los bienes; lo importante son los valores, saber respetar y amar a todos, al que tiene y al que no tiene”, nos dice Hilda Navarrete (77). Es una mujer construida a pulso, de un corazón gigante, que de niña no fue a la escuela ni tuvo familia que la amara y guiara. Una historia de sinsabores que ha transmutado en puro amor.

Hilda es una de las usuarias del Programa de Atención Domiciliaria para Personas Mayores (PADAM) de Constitución, en la Región del Maule. Recibe la atención domiciliaria del Hogar de Cristo en su calidad de cuidadora de una adulta mayor. Desde hace siete años, se preocupa de Rosita Catalán, una anciana postrada de 94 años que sufre de Alzheimer y que hace siete años Hilda ni siquiera conocía.

“Como dirigente social, yo fui muy conocida en Constitución y siempre me pedían ayuda. Una persona muy cercana, me contó que Rosita estaba desamparada. Se casó, pero no tuvo hijos, su marido y sus hermanas murieron. Tenía una casa linda en Loncomilla y después se vino a Constitución. Arrendaba un departamento, pero por su demencia, de repente se ponía agresiva y le daban berrinches por su mal carácter. Además, manejaba plata y la hacían lesa. La echaron de su casa y ahí me pidieron ayuda para conseguir un asilo”.

Hilda ya tenía experiencia como cuidadora. Le tocó asistir a su cuñada que murió en 2012 dejando una hija de 10 años que crió como suya. Luego cuidó a su suegra que falleció en 2015. Y meses después llegó Rosita. A pesar de la resistencia de su marido, esta mujer de gran corazón y mucha fe no pudo negarse a darle acogida cuando la vio parada en la puerta de su casa con un bolso. “Mi esposo no quería, me decía que tenía que cuidarme yo. Le pedí permiso para dejarla unos días y aceptó sabiendo lo que pasaría. ‘Ya me chantajeaste’, me dijo”.

Efectivamente, los días se convirtieron en años.

OCHO DÍAS EN UN SUBTERRÁNEO

Esta mujer de sonrisa amable nació en Lebu, pero vivió en varios pueblos del sur. Su madre murió cuando ella tenía apenas 2 años, quedando dos hermanos. Su padre tenía educación universitaria y era empleado público, pero perdió todo debido a su afición al trago y las mujeres. A Hilda la dejó al cuidado de una tía en Rariruca, cerca de Curacautín, quien nunca la mandó a la escuela. Allí estuvo hasta los 7 años cuando se fue a vivir con su padre y su madrastra, quien tenía una hija con deficiencia mental.

“Todas las maldades que hacía ella, las asumía yo. Cuando tenía 9 años, mi madrastra me trató de pegar, pero yo le sujeté la mano y me arranqué. Mi tía me había dicho que, si me trataba mal, fuera a una casa y pidiera trabajo. Me había enseñado a barrer, a lavar la loza sin dejarla caer fuerte. Estuve ocho días escondida en un subterráneo. Escuchaba a los carabineros buscándome. Tenía una amiguita que salía a jugar a la calle y le hablé. Estaba muerta de hambre. Jugábamos a las muñecas y yo le decía que las muñecas tenían hambre y que fuera a buscar pan a su casa. Como mi amiga sacaba pan a cada rato de su casa, salí pillada. Pero me volví a arrancar”.

Buscó trabajo en Curanilahue y se quedó con una señora para cuidar las ovejas. “Me lavó, me cambió ropa y me dio de comer”, recuerda. Así desde los 9 años trabajó en casas y eventualmente haciendo comida para los trabajadores de un aserradero. Ahí “conoció” a través de cartas a un minero, quien le hizo una propuesta de matrimonio, también por carta. Los patrones le recomendaron casarse pues conocían al pretendiente, aseguraban que era trabajador, un buen partido. Le ofrecieron dos piezas para que siguiera trabajando allí y pudiera formar su familia.

Tenía 20 años cuando se casó. Todavía tenía miedo de dar un beso porque creía que podía quedar embarazada. Tuvieron tres hijos, uno de los cuales falleció. Pero el matrimonio no duró demasiado.

“Su familia era medio copetona y me miraba en menos. Él era mujeriego y yo una mujer decidida. Le dije que lo iba a abandonar si seguía así. Lo dejé cuando mi hija tenía 7 años. No me enamoré. Del hombre que tengo ahora, me enamoré. Yo no conocía el amor, para mí el amor no existía”.

Vive hace 33 años con su actual marido, los primeros 25 años a prueba, confiesa, ya que se casaron hace 8 años. Reconoce que él se ganó el amor y que ha sido como un padre para sus nietos.

PALOMITAS QUE ANDAN VOLANDO

Hilda luchó 20 años por tener su casa. Una batalla que libró por ella y por sus vecinos. “Mucha gente pobre vivía en campamentos y me propuse luchar por todos esos niños”, dice. Pero no sabía cómo llegar a las autoridades ni contaba con los conocimientos ni las herramientas necesarias para hacerlo. Como no fue a la escuela, aprendió a leer y escribir recién a los 18 años, gracias a que sus patrones le enseñaron. Recuerda que muchas veces las personas con las que se contactaba se burlaban de ella.

“Era humillante. El año 1991 ya había organizado a 105 familias y llegué a la municipalidad a preguntar por la oficina de Bienes Nacionales. El alcalde se burló de mí delante de mucha gente diciendo: ‘Miren estas palomitas que andan volando’. Me dolió. Pero lo logramos, me siento muy orgullosa, porque luché por mi gente y logré salvar muchas vidas”.

Se refiere a los recursos que logró reunir para que familias de dos campamentos pudieran salir de esa condición. Se convirtió en una activa dirigente social, con frecuentes visitas a la municipalidad de Constitución, reuniones en Talca, Santiago, hasta en La Moneda.

Hoy Hilda se enfrenta a un gran dilema. A su marido le diagnosticaron un cáncer avanzado, por lo que no podrá seguir cuidando a Rosita. Por eso está en conversaciones con la municipalidad para buscarle un nuevo hogar, lo que no ha resultado fácil por la demencia que padece.

Esta encrucijada tiene mucho que ver con su proyecto soñado: un asilo de ancianos que acogiera a los más necesitados. “Si no tuviera a Rosita, eso ya estaría caminando. Donde tenga que ir, yo voy a pedir. El de arriba me ayudaría. Tengo fe en Dios. Sé que El abre puertas. Es como lo que hace el Hogar de Cristo. Yo veo cómo trabajan, cómo sacan sonrisas, veo el amor con que atienden a muchas personas”.

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