Analfabetos, campesinos y sabios
Treinta personas mayores –21 son mujeres– integran este programa de atención domiciliaria que hace unas semanas desarrolló una atractiva actividad con jóvenes del liceo de Curepto. Allí conocimos a miembros de diversos clubes para la tercera edad y a participantes del PADAM de esta localidad de la región del Maule. Yolanda arrastra muchos de los dolores del mundo femenino rural, por lo que su alegría y sanidad mental conmueven aún más.
Por Ximena Torres Cautivo
21 Octubre 2022 a las 21:41
–Busque por aquí al hombre más alto, más buenmozo, con unos ojos azules preciosos y chupalla gris. Ese es mi marido –nos indica Siumara (72)
Dicho y hecho.
Estamos en el gimnasio municipal del impecable Curepto, injustamente célebre por la inauguración de un hospital con falsos enfermos en un gobierno pasado. El pueblo es soplado de limpio, armonioso y activo.
Ahora mismo, el recinto bulle, porque se han reunido personas mayores cureptanas y de varias otras localidades rurales de esta comuna de la provincia de Talca, región del Maule, con estudiantes de enseñanza media del liceo local, el Luis Correa Rojas.
EntrelazaDos, se llama la actividad organizada por el Programa de Atención Domiciliaria para Adultos Mayores (PADAM) que tiene el Hogar de Cristo en Curepto. La idea es poner en común temas como la ruralidad, la brecha digital y otros, en una mañana donde abundan la música, los discursos y las conversaciones intergeneracionales.
Siumara es de Tabunco, una diminuta localidad camino a Talca. Son varios los tabunquinos congregados en el gimnasio esta mañana. Después de conocer al buenmozo de su marido (Manuel era tal cual lo describió), nos sentamos en uno de los círculos de conversación y van saliendo sus historias.
Las de Gladys Reyes (71), que fue auxiliar de alimentación en la escuela de Tabunco, y de su hermano, Abraham Reyes González (78).
–En Tabunco cada cual tiene su agricultura, su huertito. Yo no sé leer ni escribir, pero me sé la tabla del nueve entera. ¿Se la digo? –nos pregunta Abraham, quien vive solo, desde que su mujer se enfermó y su hija se la llevó a vivir con ella a Peñalolén, en Santiago. Él nos cuenta: –Soy nacido y criado en Tabunco. A los 27, me fui a Santiago; la casa de Peñalolén la compré yo. Trabajé en una panadería y luego fui garzón. Junté lo mío, porque, aunque no sé leer, tengo buena cabeza y sé firmar. Tuve la astucia de pagarle imposiciones a mi señora, por eso hoy los dos tenemos una buena pensión.
Padre de dos hijos –una mujer y un hombre–, abuelo de cuatro niños, aunque es analfabeto, se las arregla. Es presidente del club de adultos mayores La Esperanza y tiene un liderazgo evidente. Comenta: “Hacemos reuniones. Nos juntamos. Lo pasamos bien, pero se ha puesto muy cara la vida. Hace siete, ocho meses atrás, cuando venía a Curepto, estaba lleno el banco. Ahora no entra nadie. Antes iba al Jumbito y con 20 mil pesos salía con una gran caja de abarrotes; ahora, eso mismo me cuesta 80 mil. La gente que tiene jubilaciones bajas, está sonada. Yo recibo una buena pensión y mi señora también. Tengo mi casa y cultivo cebollitas, de todo, pero son para consumo familiar”, explica con lujo de detalles.
¿Su mayor logro? Haber ganado varios concursos por fondos para actividades del Club La Esperanza, como las “200 lucas que nos permitirán ahora ir todos juntos a celebrar el mes del adulto mayor a La Tranquera”, dice, satisfecho.
Luego nos deja presentadas con Flor Aliste (97), famosa por su jardín lleno de flores en Tabunco, quien pese a su edad vive sola, es autovalente y está feliz esta mañana, entrelazada con los adolescentes del Liceo de Curepto. Emperifollada y perfumada, con sus mejores galas.
EL HECHIZO DE YOLANDA
Yolanda Aliste (68) reina con su simpatía en medio de uno de los círculos de conversación en el gimnasio de Curepto.
Rodrigo Lazo (33), el trabajador social a cargo del PADAM del Hogar de Cristo, nos la había indicado, porque por la tarde, iremos a visitarla a su casa en el sector de Deuca, donde vive sola, rodeada de sus animales. Ella es una de las 30 participantes del programa desde hace años y trata “a Rodriguito” con cariño de madre.
A todo el mundo, en realidad, lo trata así. “Huachita querida”, es su frase típica.
Después de abrir la tranca de fierro y avanzar por un terreno de rulo, entre espinos y gallinas, llegamos a su casa. Son dos construcciones: una nueva, de albañilería, y otra, muy antigua, de adobe y un pesado techo de tejas. La Yolita la usa como bodega y, con algo de masoquismo, dice que es un recordatorio de sus malos tiempos.
Malos tiempos y maltratos que copan casi toda su vida.
Entre sus primeros recuerdos están la carreta en que, cuando su madre enfermó, su padre la subió a ella y a sus hermanitos para ir a dejarlos a Deuca, donde vivían sus abuelos. Dice que ella no tenía más de dos años.
“Y ahí la tía Amelia, una tía solterona, se adueñó de mí y no me devolvió nunca más. Yo sufrí mucho… bien lo sabe la psicóloga que me ve. Fui criada a puros palos. No aprendí a leer ni a escribir. Hago mi pura firma, y juntando las letras, saco palabras, más no sé hacer. Es que con todo lo que debía trabajar, lavar, hacer aseo, cuidar los animales, llegaba después del recreo a la escuela, siempre atrasada y no aprendía nada. Además, nadie sabía por lo que yo estaba pasando; hoy sólo lo sabe la psicóloga. Ni mis niñitas conocen lo que sufrí cuando chica”, dice y se larga a llorar.
El abuso sexual, el patrimonial, el abigeato o robo de animales, la violencia intrafamiliar, son realidades comunes entre los adultos mayores que participan de los PADAM de zonas rurales, como el de Curepto. Personas de edad avanzada que son mayoritariamente mujeres. Entre los 30 integrantes de este programa del Hogar de Cristo, hay apenas 9 hombres y entre ellas abundan historias de abusos a lo largo de la vida, como es el caso de Yolita.
Acá, en pleno siglo 21, conceptos como feminismo y perspectiva de género, son inexistentes, porque el modelo patriarcal que otorga todo el poder al hombre, está tan arraigado en la cultura y en la existencia cotidiana como los espinos a la tierra.
Cuenta Yolanda que cuando tenía unos 13 años, apareció en escena el que sería su marido y padre de sus seis hijos, un hombre y cinco mujeres. Tenía 20 años más que ella. Venía de Rapilermo y compró un campo vecino. “En una ocasión, él andaba con una botellita en los bolsillos. Yo me estaba lavando el pelo; lo tenía muy largo entonces. Y él me tiró ese líquido en la cabeza. No me pude escapar nunca más de él. Fue un hechizo, de gitanas, él creía mucho en eso. No creo que me haya querido; hizo todo eso solo para hacerme sufrir”.
Hubo matrimonio, pero al octavo día de casados, afirma con precisión, empezaron los maltratos. “Yo no tenía voz, no le podía decir si algo faltaba en la casa, porque se indignaba. Nunca me supo dar un peso. Los niños andaban con los zapatitos rotos y él bien enzapatado. Unos vecinos me vestían a los niños y a mí. Él tomaba harto y era agresivo. Mujeriego, pero celoso de mí. Con decirle que tenía celos de su propio hijo”, dice, entre sollozos.
Hasta hoy, Yolita está convencida de que la unión con su marido estuvo mediada por un hechizo, el que terminó hace 5 años, cuando él murió y ella quedó dichosamente viuda.
“Yo lo cuidé en su enfermedad hasta el final. Cuando ya no había nada que hacer, lo saqué del Hospital de Talca y me lo traje para acá. Lo enterramos en Curepto y un curita de Limávida, donde está la virgen, después de oír mi historia, me dijo: ´Suelte de una vez a ese viejo y sea feliz´. Ahora estoy gozando. Salgo, voy a la misa. Me tomo el bus que pasa por la carretera y parto a Curepto, al PADAM, a distintas cosas. Tengo mi pensión. Mis hijos vienen seguido a verme. Ya tengo once nietos y dos bisnietos. Nunca he estado sola para una fiesta importante. Mis vecinos son buena gente”, resume.
Rodrigo Lazo y la técnico social Jessenia Rojas (27) la escuchan en silencio. Se nota que la quieren y admiran su fortaleza. Su resiliencia. Ella insiste en que tomemos tecito todos juntos, pero andamos apurados. Al final, destapa una botella de enguindado hecho por ella misma y trae una bolsa de papas fritas para acompañar el improvisado cóctel. Yolanda nos dice “huachitos lindos a todos”; Rodrigo y Jessenia destacan que “siempre anda hermosa” y nosotros celebramos el enguindado, que es una fineza.
Yolanda explica su rutina diaria: “Me levanto y parto a ver a una vaquita y dos terneros que tengo. Les hablo y los alimento. Luego veo a las gallinitas y me dedico al jardín, a ver mis flores, a regarlas. Después me hago una carbonada, una cazuelita, unas legumbres. Dejo siempre algo para darle en la noche a la chica que viene a quedarse conmigo, que trae a su niño. Mis hijos le pagan a ella para que esté conmigo en las noches, porque saben que de mi casa no me sacarán viva. Mi futuro es aquí”, advierte.
Escucha rancheras que tiene en un pendrive en un equipo con parlantes que le regalaron sus hijos. “No sé bailar. Me gustaría aprender”, confiesa, coqueta, tal como cuando al llegar nos contó que en el mañana, en la actividad en el gimnasio, “había un hombre que no me quitaba los ojos de las piernas, un frescolín”. Aunque tiene un celular especialmente diseñado para adultos mayores que le entregó el PADAM, no lo usa. “Me da susto meter la pata, gastar de más”. Para informarse, recurre a la televisión: “Veo las noticias y a las juezas. Me gusta aprender de leyes, aunque ahora no tengo a quién demandar, porque hace cinco años que está enterrado y bien enterrado el caballero”, concluye, tomándose el último sorbo de enguindado.