Un amor incombustible
El 2 de febrero perdieron su casa, sus recuerdos, sus pequeños lujos en el mega incendio que asoló los cerros de Viña del Mar. Quedaron con lo puesto. Él admira la entereza de su mujer, a la que ya le improvisó un pequeño tinglado para que pueda sentarse a la sombra, mientras cuidan su terreno, donde aspiran a empezar de nuevo, pese a los cerca de ochenta años que carga cada uno.
Por Ximena Torres Cautivo
10 Febrero 2024 a las 21:05
–Mire lo linda que es. Y buena. Una mujer admirable. La quiero mucho. Hoy cuando partí para acá, se empeñó en seguirme. Y aquí estamos en lo que era nuestra casa. Ahora no hay nada –dice Eugenio González, un adulto mayor, del sector Escala Huillman, en el portezuelo del cerro donde se levanta (o levantaba) el extenso campamento Manuel Bustos.
Lo dice, indicando a Rosa, su mujer durante toda la vida. La madre de sus hijos. La compañera con quien hizo soberanía en la punta del cerro en 2001 hasta construir y lograr finalmente la anhelada casa propia, a partir de una toma. Ahí criaron a sus vástagos. Los mismos que el fin de semana pasado les cercaron el terreno donde estaba la vivienda, de la cual hoy sólo quedan unos peldaños de cemento que conducen al radier de lo que fuera el living.
Rosa está sentada bajo un tinglado de palos y láminas de zinc ennegrecidos por el incendio. El sol pega fuerte. Y ha dejado su huella en la piel de todos los hombres y mujeres que llevan días recogiendo escombros para limpiar sus sitios. Acá arriba, el bloqueador solar es imprescindible. Y, en medio del peladero polvoriento, la sombra es un bien súper cotizado. Rosa tiene sombra, dos sillas fraileras que alguien les regaló y un vaso de agua fresca en la mano que le trajo una vecina. En el sitio del lado, hay un auto calcinado. Parece el resabio de una explosión nuclear.
Encontramos a Eugenio caminando con esfuerzo por estas tierras empinadas y llenas de escombros peligrosos. Vimos cómo una mujer joven le advertía: “Cuidado, vecino”, y él le pedía si podía llevarse un par de láminas de zinc que estaban apiladas para mejorar la estructura donde lo espera Rosa.
Bastó eso, para que la gente se apurara en cargar las latas y caminar hacia su sitio. Vamos todos juntos acompañándolo.
Cuenta que han estado durmiendo abajo, en el plano de la ciudad, en la casa de uno de sus hijos. Pero todos los días suben a cuidar su terreno, a intentar reconstruir lo que les costó tanto y de lo que hoy no queda nada. Lo dice y llora. “Hace poco habíamos agregado un dormitorio más grande para los dos, lo hice especialmente para ella, y todo ese esfuerzo se perdió”, afirma y vuelve a llorar.
Lo único que no se perdió es un tarro con calas que contrastan con la sequedad circundante y unas pequeñas tijeras de uñas. Eugenio dice que lo único que requiera es madera para volver a levantar su hogar. Asegura que éste es su lugar y que no piensa abandonarlo. Pero no tiene plata para comprar materiales, a diferencia de otros que ya construyen con buenas estructuras de fierro. “Don dinero”, afirma. Y se lamenta de lo mal que los dejó el COVID.
Él y su mujer se contagiaron y las vieron negras. Afirma que perdió movilidad y fortaleza. Ahora mismo, dice, anda con corset a causa de una reciente operación.
Varios familiares del Programa de Atención Domiciliara para Adultos Mayores se han quejado de lo duro que es envejecer acá arriba, donde la atención médica no llega. “Cuando mi mamá estaba muriendo y lo único que requeríamos era que viniera la ambulancia para que pudiera tener un final asistido, nos dijeron que no podían exponer el vehículo en estos caminos. ¡Mira la valoración de la vida que hay en el Cesfam local!”, se queja una mujer que el año pasado perdió a su madre. Y ahora a su papá, viudo, se le quemó su vivienda.
Volviendo a Eugenio, cuenta que, pese a la gravedad con que los atacó el coronavirus en 2022, pasaron la enfermedad en su casa. Esa que ya no existe, constatación que lo vuelve a hacer llorar.
–No quiero que me grabe en video, porque no quiero aparecer llorando. Sé que a la primera pregunta que me haga, me voy a quebrar. Pero me gusta mucho que me pregunte, poder hablar con alguien. A los viejos hoy nadie nos cotiza y a uno le sirven mucho las visitas, conversar, compartir.
Por nuestra cuenta y riesgo, le decimos a la monitora del Programa de Atención para Adultos Mayores del Hogar de Cristo, acá en Viña del Mar, que incluyan a esta pareja en el grupo al que asisten, aunque no estén en su radio de acción. Ellos son incluso parte de otro comité vecinal, el de la Escala Huillman, al que se le quemó la sede.
Pero qué más da. La tragedia no tolera burocracia. Y ellos son, además, geniales y absolutamente queridos por sus vecinos.
Impresiona que en esta cuadra, por llamarla de alguna manera, casi todos ya hayan despejado sus terrenos y muchos los tengan cercados. Algunos incluso ya están construyendo desde cero, unos pocos incluso con una solidez de materiales que impresiona. No es el caso de Rosa y Eugenio, que claman por conseguir madera. Y que, aseguran, levantarán nuevamente su hogar.