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Geraldine Muñoz:

"Yo estuve en la primera línea de todo"

Aunque su mundo es Renca, para el estallido no se perdió protesta y se las arregló para llegar a la Plaza Italia. Su historia, marcada por la ausencia de padre y madre, una temprana depresión, la violencia, el consumo, la falta de redes y apoyo, es común a la de muchos de sus compañeros de la Escuela Padre Hurtado de Renca. A través de su relato y del de sus profesores, se comprende qué hay detrás de la exclusión educativa.

Por Ximena Torres Cautivo

22 Septiembre 2022 a las 17:19

Cuando tuvo que hacer un trabajo escolar, un papelógrafo con información sobre Santiago y sus comunas, se dio cuenta de lo poco que conocía la ciudad. De lo enorme que era la urbe donde nació hace 20 años, cuando su abuelo materno, Geraldo, murió a causa del asma. Dice que a ese hombre le debe su nombre.

“Me pusieron Geraldine por él”, cuenta Geraldine Muñoz (20), estudiante de primero y segundo medio en la escuela de reingreso Padre Hurtado, que Fundación Súmate, tiene en la comuna de Renca.

Pero a quien más le debe lo que es y lo que tiene es a la mujer de Geraldo. A Dorka (81), su abuela, a la que llama “mi mami”, “mi mamita”, “mi papá”, “mi amiga”, “mi todo” y a la que considera su única mamá aunque no la haya parido. “Ella, mi mami, es mi pilar fundamental. Dicen que Dorka es un nombre evangélico. Ella es bien religiosa, pero no va al templo. Yo creo que su gran fortaleza ha sido Dios. Ella tiene una Biblia grande que le regaló una hija y la lee y encuentra consuelo ahí. Con esa ayuda ha logrado sacar adelante a tres generaciones: hijos, nietos y bisnietos. Todas las noches, cuando la veo rezar, arrodillada al lado de su cama, hasta me da envidia su fe. Yo siento que ella es inmortal”.

Geraldine fue criada por Dorka. Recién a los 10 años, conoció a Elizabeth, su mamá. “Apareció de repente y tuve que aprender que ella era mi mamá biológica, la que me hizo, aunque haya pasado la mitad de sus 45 años metida en la droga, en la pasta base”.

Elizabeth tiene 5 hijos, dos de un hombre, el papá de Geraldine, y los 3 restantes de quien les dio el apellido Muñoz a todos. “Para que no tuviéramos la desventaja de ser huachos, algo así deben haber pensado. Para que nos fuera mejor en la vida”, supone Geraldine.

El patio de la Escuela Padre Hurtado en un día de lluvia torrencial en septiembre.

Vive a pocas cuadras del colegio, del que ha sido alumna de manera intermitente desde hace años. Va, luego desaparece. Un año se matricula, otro no. Se rezaga y no pasa de curso.

“Eso lo vemos en muchos de nuestros estudiantes”, comenta Claudia Pérez, directora de la Escuela Padre Hurtado de Renca desde marzo de 2019. Pero, asegura, que Geraldine no está tan desfasada en lo escolar y que tiene una fuerza y resiliencia que la hará salir adelante. Está segura de ello.

–Pese a sus altibajos, a la depresión que la acompaña, al problema de salud mental no tratado que arrastra, se esfuerza, vuelve y quiere salir adelante. En ese sentido, es una chiquilla conmovedora, muy valiosa –comenta, tal como habla de cada uno de sus alumnos, porque, con más o menos profundidad, conoce la llaga, el daño específico, la necesidad puntual de cada uno de los estudiantes, y cómo abordarlo.

Y sigue explicando: “Lo más complejo es buscar las redes adecuadas para derivarlos con sus particularidades y problemas específicos. Cuando son mayores de 18, todo se complejiza más. Cuesta encontrar el médico, la hora, mantener la adherencia al tratamiento”.

Es lo mismo que sucede con la asistencia al colegio. Bien lo sabe la sicopedagoga Valeria González (36), quien literalmente deja los pies en la calle yendo a buscarlos cuando no aparecen, llevándolos en una van especial a los talleres que imparte fundación Súmate en Estación Central, acompañándolos cuando lo necesitan.

Sin duda, logra su cometido.

 

“A LOS 12 AÑOS, QUERÍA NO EXISTIR”

Geraldine no sabe cuál es la profesión de Valeria González, pero quisiera estudiar lo mismo que ella, para ayudar a otros.

Afirma: “La tía Valeria es mi inspiración. La conocí aquí. Cuando salí de octavo, me motivó para que siguiera estudiando. Ha estado pendiente de mí. Durante la pandemia y siempre, está preocupada de cómo estoy, de qué estoy haciendo, de por qué no estoy viniendo a clases. A mí me gustaría estudiar para ser lo que es ella. O algo que tenga que ver con el cuidado de los niños. Ellos a mí me dan la alegría que me falta. Me pasa así con mis sobrinos”.

Esos niños son los hijos de su hermana mayor, quien es el sustento económico de la casa de su abuela. En ella, que queda en una esquina en la población cercana a la escuela y tiene uno de sus muros “intervenido” por la Garra Blanca, viven Dorka, su abuela, que es la dueña; Elizabeth, que entra y sale, de acuerdo al vaivén del consumo; Geraldine; y sus dos sobrinos.

“Mi hermana no le dirige la palabra a mi mamá, aunque mantiene la casa. Ella vive en un departamento lejos, trabaja mucho. Yo adoro a sus hijos, que viven con nosotros, sobre todo a mi sobrina mayor, la Ayleen, que tiene 8 y cumple años un día después que yo”.

Nos cuenta que cuando la niña nació, ella estaba metida en el pozo de una depresión profunda. Tenía 12 años. “Yo veía lo que pasaba a mi alrededor y no hablaba. Me tragaba todo. Y me hundía. Yo sentía que era un peso más para mi abuelita, una boca más que alimentar. Ahí me entraron los pensamientos suicidas. Empecé a buscar a mi papá, esperando encontrar una ayuda, un sentido, porque yo reniego de mi mamá, pero él fue otra gran decepción”.

Geraldine llora silenciosamente, recordando esos años desolados. Dice que a los 16, tuvo su primer intento de suicidio. Se cortó. Hoy tiene una cicatriz muy fea en las muñecas. Luego intentó colgarse. “Quería no ser, no existir, desaparecer. Me llevaron a un psiquiatra. Me dio muchas pastillas. Fue un tiempo inexistente”.

Escuchándola, entendemos a la directora Claudia Pérez. Geraldine tiene una resiliencia notable. Una conciencia gigante. Necesita apoyo. Herramientas. Redes. Alguien que esté cerca, sobre todo cuando en la casa de su abuela el ambiente se vuelve violento, a causa del consumo de su madre. Eso lo desbarata todo.

–Muchas veces los episodios de violencia han sido los que la alejan del colegio. Geraldine siente que debe cuidar a su abuela, protegerla de su madre. Y ahí se pierde, deja de venir, se queda en su casa. Pero es una chica que se expresa muy bien, que habla muy bien, con un genuino deseo de ayudar a los demás. Tiene mucho potencial y sabemos que va a lograr salir adelante– sostiene Claudia.

JAIR, EL ECUATORIANO QUE VUELA

Desde 1997, funciona la Escuela Padre Hurtado en Renca, un territorio que la directora Claudia Pérez describe como muy masculino. “Durante mucho años, la mayoría de nuestros alumnos eran hombres. Ahora estamos más mezclados, pero antes las niñas acudían menos a la escuela. Ha habido un cambio ahí”, comenta.

De acuerdo a las estadísticas, casi un cuarto de los más de 160 mil habitantes de Renca viven en pobreza multidimensional.  Es un territorio pobre y, sobre todo, aislado, con los problemas de seguridad y presencia del narco que en los lugares más apartados y vulnerables de Santiago son pan de cada día.

Actualmente está en construcción la Línea 7 del Metro, la que se estima –en 2027– unirá Renca y Vitacura a través del tren subterráneo en un recorrido que tomará 43 minutos.

Entonces, Geraldine tendrá 28 años.

Ella cuenta con un dejo de orgullo que hace tres años, para el estallido social, fue parte de la primera línea. Se acercó a la Plaza Italia en Santiago como pudo y, cuando empezaba a oscurecer, volvía a Renca. “Ahí llegaban los violentos, porque los cabros en el día no lo eran”, dice y se explaya:

–Yo iba porque admiraba la valentía de los jóvenes queriendo cambiarlo todo. Pero, como siempre, había algunos que se desubicaban. Yo estuve en la primera fila de todo. Fui a la mayoría de las marchas. Pero, sí, cuando oscurecía, aparecían los encapuchados. Eso era más de noche. Yo iba a manifestarme y luego volvía para mi casa. Para mí las causas más importantes para lograr más justicia en Chile son la salud y el estudio, la educación. No puede ser que por no nacer en Las Condes, uno tenga todo eso malo, penca, no sirva. Yo estoy por cambiar esas injusticias, como todos los jóvenes.

En la Escuela Padre Hurtado, que hoy tiene 90 alumnos y un equipo docente de 24 profesionales y técnicos, el esfuerzo es psicopedagógico. Entienden el colegio como un espacio protector y reparador. Saben que el afán no es sólo académico y que cada estudiante es un mundo.

–Este año, más que nunca, estamos viviendo la multiculturalidad. Tenemos muchos alumnos extranjeros: dominicanos, colombianos, venezolanos. Es un aprendizaje mutuo el que estamos viviendo –cuenta el profesor de Educación Física, Cristian Barría. Ahora mismo ha estado enseñando cueca y aprendiendo bailes folclóricos de Colombia y República Dominicana.

Y desde hace un mes, tiene entre sus alumnos a un quinceañero ecuatoriano que es un virtuoso de la acrobacia aérea en tela. Jair Aguilar cursa el tercer nivel en la Escuela; es decir, con 15 años está haciendo quinto y sexto básico en formato dos por uno. A través de conversaciones aisladas, el profesor logró descubrir su talento. Tímido, Jair prefiere no dar entrevistas. No contar su historia, la que debe estar llena de adversidades y dificultades, como la de todos aquí.

Como dice la psicóloga Lisette Tapia, quien es jefa de formación de esta escuela que además capacita en oficios: “Lo más notable es que la mayoría de nuestros alumnos llega acá por su propia motivación. No tienen un padre, un apoderado, un adulto significativo que los impulse. Son ellos mismos los que se matriculan y, dadas sus circunstancias, ese impulso es valiosísimo y no lo podemos defraudar”.

 

 

 

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