El after school de “la Marta”
En un departamento de 42 metros cuadrados, 30 niños y niñas de entre 5 y 15 años, cuentan con computadores, internet, libros, juegos y una sorprendente profesora que no cobra por protegerlos en un espacio de seguridad y armonía. Antonia Inzunza es la gestora de este lugar que funciona en la villa Marta Brunet y busca la inclusión de la infancia más segregada y en riesgo de Chile.
Por Ximena Torres Cautivo
14 Abril 2024 a las 21:31
Antonia Inzunza (60) es profesora básica y madre de una hija a la que crió pegada a su costado, sin dejarla nunca sola. Vivían en el departamento de subsidio que obtuvieron sus padres en Bajos de Mena, comuna de Puente Alto, uno de los sectores más segregados, marginados y estigmatizados de la Región Metropolitana. Específicamente, en la villa Marta Brunet.
“En La Marta”, como le dicen los niños.
Hoy su hija es una mujer de 36 años, autónoma, que habita en San Miguel y no deja de recriminarle que la privó de su infancia y adolescencia, con tanta sobreprotección. Nunca tuvo amigos del barrio, sólo afuera. “Me privaste de todo, me dice”, cuenta Antonia.
Pero no se arrepiente.
–Cuando llegamos acá, me di cuenta de que decía protegerla del entorno. Y eso que entonces era mejor que ahora. Había mucha población trabajadora, gente tranquila, obreros. Genta tranquilla.
“Eso fue cambiando y muchas familias fueron emigrando. No había tantos jóvenes evadidos por la droga. No había un solo juego, una cancha, ninguna área verde. Era un lugar gris y sombrío, lo que se ha ido acrecentando. Yo salía con mi hija a las cinco de la mañana todos los días a trabajar y volvíamos por la noche, arriesgándonos a que nos sucediera cualquier cosa, porque la violencia aquí es intensa. Así pasaron los años”.
Antonia era profesora de lenguaje y educación en La Pintana, en un colegio particular subvencionado de la población El Castillo. También hizo clases en colegios particulares de buen nivel en la comuna de San Miguel. “Conozco mucho del abanico educativo del país”, afirma.
Cuando murió su madre, en 2012, debió cuidar a su padre anciano, asumió las tareas de dueña de casa y eso la conectó con el día a día de “la Marta”, sobre todo con las deficiencias del sistema educativo. Ahí empezó a soñar con hacer un cambio. En 2014, renunció a su trabajo y decidió hacer algo por los niños de su comunidad.
La villa Marta Brunet fue construida entre 1994 y 2000, en Bajos de Mena, donde viven unas 125 mil personas, lo que equivale a toda la población de Punta Arenas. En La Marta hay 1.256 viviendas. Son blocks, en su mayoría, construidos con estándares mínimos de calidad con el fin de abaratar costos y ampliados con una creatividad digna de elogio y una precariedad de materiales lamentable.
–Por suerte, nosotros éramos sólo cuatro, porque los espacios de los departamentos son mínimos. Tienen todos 42 metros cuadrados. La gente aquí vive hacinada, sin privacidad. La infraestructura es mínima y nada ha tenido nunca mantención. Acá todo es deterioro. Hace más de treinta años llegaron las familias y nunca más se acordaron de nosotros. Es como si nos hubieran apartado de la sociedad. Recién hace cinco años tenemos una comisaría en el sector.
Antonia dice que al sector vecino a su block lo llaman “El Pantano”.
–Lamentablemente, el nombre es preciso, porque esto es como un pantano. Un pantano, donde proliferan el tráfico de drogas, el lavado de dinero, la delincuencia. Acá, algunos niños sienten que tienen un valor cuando imitan al más choro. “Yo soy bacán y te voy a reventar tu casa si nos hacís lo que te ordeno”, amenazan, aunque en su esencia son niños. Son inocentes.
Buscando defender esa inocencia, hace diez años, Antonia, financiada por la jubilación de su padre y una inspiración mística que tuvo, creó Happy Time.
Es un espacio donde acoge a unos treinta niños y niñas de entre 5 y 15 años que quedan solos al volver de clases. Las madres trabajan; los padres no existen. Es un after school sorprendente en un departamento que le cedió un matrimonio que abandonó el barrio a cambio de que ella se los mantuviera.
-Acá la situación de la infancia es muy, muy difícil. Muchos niños son hijos de padres privados de libertad, de papás ausentes por temas de delincuencia. Hijos de madres solas. Actualmente, vienen unos treinta niños y niñas. Acá logran aprender a leer, desarrollan hábitos de estudio, se forman en valores. A Happy Time llegan chicos de 13 años, que están en séptimo básico y no saben ni juntar las letras. No me explico cómo lograron ser promovidos de curso. Yo consigo que lean, que comprendan lo que leen, pero lo que más me importa es centrarme en sus personas y saber qué les sucede, qué necesitan.
–¿Cuándo perdió su valor la educación? Creo que es algo que viene desde hace varios años, pero ahora percibo que se ha generalizado ese sentimiento. En los sectores vulnerables, hay algunos que no le ven el sentido a estudiar, aunque también hay padres y sobre todo madres muy comprometidas con que sus hijos aprendan. Se eduquen. Hay también algunos niños que no quieren estar en la escuela; les parece mucho más atractiva la calle, donde no existen normas ni límites. Hoy muchos se crían a su suerte, nadie los cuida ni les presta atención. Están solos. Existe mucho bullying, mucha amenaza, muchos gritos y mucha violencia. Algunos no comen. Y en la calle la amenaza de la droga es permanente.
Acá adentro, en los alegres 42 metros donde funciona Happy Time, todo es armonioso. Hay risas. Los niños, de edades y situaciones muy disímiles, se entretienen, interactúan, conversan, dibujan y juegan ajedrez.
En marzo, recibieron la donación de cinco computadores de la oenegé Soy Puente, que se dedica a reparar notebooks usados para crear laboratorios de computación públicos y gratuitos en lugares marginados del país. Los conectaron a la web y hoy todos comparten su uso en perfecta armonía.
–¿Quién paga la cuenta?
–Mi papá. Un viejito de 87 años que recibe la pensión garantizada universal.
Y que cree en la visión de su hija Antonia. “Yo humildemente pienso que en sectores como éste el proceso educativo debe cambiar. Debe considerar la realidad concreta de los niños. Trabajar integralmente con ellos. En lugares como éste, el sistema pedagógico frontal, con todos sentados frente al pizarrón, no resulta. Hay que copiar lo mejor de la educación del mundo”.
Antonia se vale del arte, de la literatura, del teatro. Y lo único que exige es respeto. A los niños y a sus padres, a los que no les cobra un peso por recibir a sus hijos. “Los acojo desde los 5 años en adelante, pero trabajo con distintas edades. Muchos ya tienen más de 15 años y siguen viniendo con sus hermanitos. O solos, incluso me ayudan”.
Comenta que enseñar a leer es cada vez más difícil, pero que ella lo logra. Incluso consigue integrar a niños con trastornos del espectro autista. Ahora mismo hay dos con TEA en el grupo.
“Dibujar, actuar, hacer esculturas con cartón, esos son mis principales recursos pedagógicos”, explica y no cuesta imaginarla, a ellas y a sus alumnos, recorriendo los negocios del sector, pidiendo cajas y cartones para su singular escuela.
La profe afirma que su sistema pasa por no hacer más de lo mismo, sino buscarle el sentido a la realidad que vive e ir contra la corriente. “Mi objetivo, con lo poco que tenemos, es lograr la inclusión. Que los niños sientan que importan, que no dan lo mismo”.
Ese afán le ha valido el respeto de la comunidad que sobrevive en estos precarios y abigarrados blocks de la Marta. Incluso de los delincuentes. “Acá nunca nos han entrado a robar. Uno se da cuenta en esos pequeños detalles de que aún existe esa suerte de protección, de respeto, de cierta reverencia por el profesor”.
Pese al reconocimiento, Antonia, que ha tocado todas las puertas, no ha recibido jamás apoyo del municipio, del Ministerio de Educación, de nadie. Sólo se han acercado particulares con ayudas puntuales, como “los jóvenes de la Fundación Soy Puente”, la actriz Rita Mardones, que los ha apoyado en paseos y actividades extra programáticas, el joven profesor de dibujo Diego Aguirre y su sobrina Gabriela Clavijo en materias de inglés.
Pese a las dificultades, Antonia no ceja. En 2019 volvió a trabaja de manera remunerada en un colegio de Puente Alto, sin dejar de atender Happy Time. Fue tal el estrés, que sufrió una grave afección oftalmológica, la que afortunadamente pudo tratar gracias a que estaba con empleo.
–Han sido años duros, de continuas dificultades, negaciones y frustraciones, de problemas tremendos. Acá todo es muy complejo por la violencia en que todos estamos sumidos. En relación a los niños, yo veo que, al no estar el papá, en algunos casos, las mamás trafican droga para sobrevivir con sus hijos. ¿Quién sufre ese efecto? El niño. Y eso se transforma en más y más violencia de la ya existente. En esos casos, a mí me duele el alma.
El año pasado, uno de esos alumnos que había cedido a la tentación de la calle y era muy violento, amenazó a sus compañeros de Happy Time. “Fue complicado. Son niños de 10 años que ya van por un camino en picada y ahí hay que optar por los que no tienen esas conductas disruptivas y tomar decisiones. Duele el alma, pero es necesario”.
–¿Por qué le pusiste Happy Time a tu iniciativa?
–¿Por qué en inglés? Porque yo siento y trato de sembrar en ellos la idea de que existen otros mundos, más acogedores, mejores que él que les ha tocado a ellos. Amplios y diversos. Sin límites. Trato de abrir sus mentes, sus mundos e instalar en ellos esa convicción. Me importa que sean incluidos. Ese es mi objetivo.
Católica de formación, hoy se define como una mujer de fe, pero sin adscripción religiosa.
–Creo que sin fe no se puede lograr nada en la vida. Nosotros rezamos, oramos y creemos en un Dios generoso y acogedor. Eso es todo. Acá no se hacen clases de religión. Mi base fue totalmente católica, porque me eduqué en las monjas filipenses, en Santiago Centro, donde vivíamos con mis padres, cuando era niña. Pero ahora mi sentimiento religioso es mucho más amplio. En eso he cambiado.
Viviendo en Bajos de Mena, al que llama “el gueto más grande de Chile”, hoy busca la felicidad de los niños en un sentido amplio.
La tarde que pasamos con ella y las niñas y niños que van sumándose a este departamento de 42 metros cuadrados, sentimos que la profe logra su objetivo. Que en ese espacio mínimo, alegre y colorido, se respira libertad, creatividad y una serenidad que los resguarda de los gritos, una cuestión en que todos los niños coincidieron. “Aquí en la Marta es donde más se grita”.