Por Ximena Torres Cautivo, publicada el ElDinamo.cl
9 Agosto 2022 a las
14:51
Asfixiada, apuñalada, amarrada, quemada. Dicen que al gritar pidiendo auxilio inhaló más y más aire caliente, calcinándose por dentro. El fuego, al parecer encendido intencionalmente, hizo arder el ruco de cartones y material ligero en el que dormía y terminó con el ciento por ciento de su cuerpo abrasado.
Esto sucedió alrededor de las 5 y media de la tarde del martes pasado. Justo hace una semana. Bomberos acudió a apagar lo que se denunció como una quema de basura en la avenida Francia, en el centro de Valparaíso. Fue así como encontraron el cuerpo aún con vida de una mujer trans, de 27 años, con severos problemas de consumo, usuaria habitual del Programa Terapéutico Ambulatorio (PTA) que opera Hogar de Cristo en el puerto con financiamiento de Senda.
Nacha o Camila, esos eran los nombres sociales que usaba, fue trasladada agónica por los bomberos al Hospital Van Buren, donde murió pasadas las diez de la noche.
Su padre, ex acogido del PTA y usuario un programa de acogida de la fundación del padre Hurtado, está siendo contenido emocionalmente por profesionales de ese equipo y de otras organizaciones sociales, lo mismo que una hermana de Camila. Cuesta pensar en consuelo para ellos frente al horroroso crimen, que se presume de odio, y que para todos resulta aberrante, incomprensible, desolador.
El alcalde de Valparaíso, acompañado por agrupaciones sociales que luchan por los derechos y la no discriminación de las minorías sexuales, presentó una querella contra quienes resulten responsables y se declaró empeñado en que la muerte de Camila no quede impune.
Aunque la investigación está en curso y hasta el viernes pasado aún no se entregan los resultados de la autopsia, lo más alarmante y desesperanzador del caso es que Valparaíso, más que Patrimonio de la Humanidad, hoy –en especial de noche– es patrimonio de la violencia y la degradación.
Patrimonio de la inhumanidad.
Un lugar desatendido, maloliente, donde hay que aguantar la respiración para no sucumbir a las arcadas que provoca el olor a orina, caminar con pie de plomo para no “casarse con el rey”, como decía, mi mamá, cuando uno pisaba plasta de perro o humana, estar atenta al cogotero y pendiente del machetero, entre edificios irreconocibles detrás de los rayados.
Ahí, las violencias se amplifican hasta alcanzar límites inimaginables. O quizás ahora, a la vista de lo sucedido a Camila, sí podamos imaginar lo que significan esos límites. Morir quemado, dicen, es una de las formas más dolorosas de morir. Y vivir a la intemperie, sin más ayuda que la anestesia que provoca el consumo de pasta base, es la forma más dolorosa de vivir.
Nadie merece algo así.
Los crímenes de odio son la manifestación más brutal de inhumanidad. Y en Chile se están sucediendo con una frecuencia inusitada estos casos. La agrupación Organizando Trans Diversidades denunció que en junio pasado cuatro personas trans murieron por “ataques de odio”. La ONG alerta sobre la violencia estructural de nuestra sociedad y el desconocimiento del enfoque de género por parte de quienes investigan estos delitos. Y está el uso político e ideológico de “la causa” LGBTIQ+, que tanto seduce a la joven Primera Dama y al alcalde porteño.
Más allá de las declaraciones de las autoridades, la noche es más oscura en el patrimonio de la inhumanidad para los y las que viven en calle.
Esperamos sinceramente que la horrible muerte de Camila persiga nuestras conciencias más allá del impacto mediático, de ese pavor transitorio que cede frente a un nuevo hecho policial, y evitemos juntos la exclusión y la brutalidad contra los más pobres y excluidos: las personas trans que viven en las calles del puerto principal.