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Adultos mayores de Lonquimay: El pehuén contra el Covid-19

4 Abril 2020 a las 19:44

30 hombres y mujeres de 70 y más años, en extrema vulnerabilidad, están en el programa de atención domiciliaria (Padam) que Hogar de Cristo tiene en esta comuna cordillerana, de ancestro pehuenche. La pandemia coincidió con el fin de la cosecha del piñón o pehuén, el fruto de la araucaria, que este 2020 no están pudiendo vender. Se prevé un invierno duro, quizás con hambre.

Por Ximena Torres Cautivo

 

Aquí no se ve la luz al final del túnel.

La frase en algunos folletos turísticos se usa para promocionar la espectacular entrada a la comuna cordillerana de Lonquimay, al interior de La Araucanía: el túnel Las Raíces, construido en 1939, que fue el túnel ferroviario más largo de América y hoy es el tercero vehicular e unidireccional más largo de Latinoamérica con más de 4.5 kilómetros.

La entrada al túnel Las Raíces en el invierno de 2018, que es el impresionante acceso a Lonquimay

Ahora, en medio de la pandemia por Covid-19, eso de no ver la luz al final del túnel cobra un sentido mucho más amplio y dramático, más si llega a cerrarse el túnel. Lonquimay, por su clima inclemente y sus grandes nevazones, suele quedar aislado en invierno, sin suministros, pero este extraño mes de abril, con Temuco y varias otras comunas de la región en cuarentena obligatoria, ha habido momentos en que la joven trabajadora social Catherine Padilla (28), jefa del Programa de Atención Domiciliaria para el Adulto Mayor (Padam) del Hogar de Cristo, ha temido por los 30 adultos mayores que atiende en Lonquimay.

Le dan vueltas en la cabeza especialmente dos: “Agustín Cayuqueo, que vive solo en Icalma, a dos horas del pueblo, y la señora Fidelmira Díaz, que, aunque no está en el campo, tiene una casa de autoconstrucción en la loma que está arribita del cementerio. Ambos me preocupan; no dejo de pensar en ellos”.

Hace dos semanas, la falta de abastecimiento se dejó sentir en la localidad que alberga a casi 11 mil habitantes, de los cuales un 67 por ciento es población rural, de origen pehuenche, un 53 por ciento vive en situación de pobreza, la cesantía alcanza al 12 por ciento y un 21 por ciento es –literalmente– indigente.

En medio de un paisaje cordillerano precioso, imponente, la población experimenta cotidianamente lo que significa pertenecer a la región más pobre del país a nivel multidimensional y de ingresos. Y ahora, con el coronavirus amenazando la vida de los más frágiles y vulnerables –ancianos, hombres y mujeres con discapacidad, personas en situación de calle, con patologías de base, en abandono, con consumo problemático de alcohol y otras drogas– no es de extrañar que sea también la segunda región, después de la Metropolitana, con mayor número de casos activos y de fallecidos a causa del Covid-19.

Claudia Mellado, jefa de operación social de La Araucanía del Hogar de Cristo, con sede en Temuco, también está preocupada: “La mayor inquietud por Lonquimay es el abastecimiento, que se cierre el túnel y no lleguen suministros. Allí hay muchos adultos mayores solos, algunos postrados y, aunque nos focalizamos en el radio urbano, lo más preocupante son los que viven en sectores rurales, como Los Naranjos, donde atendemos a cinco personas, e Icalma, donde, por costos de movilización, ya no estamos yendo, pero existe mucha población mayor, que está en precarias condiciones. Actualmente, sólo un bus está entrando a diario a Lonquimay, y allá arriba están bajando las temperaturas, esta lloviendo y la necesidad de leña, que es el modo de calefacción en la zona, es creciente y escasean los proveedores”.

Otra desgracia añadida es que la emergencia sanitaria coincide con el fin de la cosecha del piñón o pehuén, el fruto de la araucaria, que es la fuente de ingresos más significativa para el pueblo pehuenche. Muchos adultos mayores, que subsisten con la pensión única solidaria, entre febrero y abril se dedican al “piñoneo” para obtener un ingreso extra que les permita afrontar los gastos propios del invierno: leña y provisiones.

“Venden a mil pesos el kilo en sacos de 40 kilos. Con uno, dos o tres sacos que vendan es como un ahorro que hacen, un fondito con que cuentan para la época fría, pero ahora no viene nadie a comprarles la cosecha, no están teniendo a quién vendérsela, no tendrán esa platita”, dice, afligida, la joven trabajadora social Catherine Padilla.

Orgullosa de su origen pehuenche por rama paterna, Catherine se formó en la Universidad de La Frontera y volvió titulada a Lonquimay a trabajar por su pueblo, consciente de los muchos problemas sociales que lo aquejan. Lleva cuatro años en el Hogar de Cristo, a cargo del Padam. Vive a 45 minutos del pueblo, en el campo, en una comunidad indígena ubicada en el camino fronterizo, donde su abuela es lonco y conservan las costumbres ancestrales, donde la cosecha del piñón es central.

Catherine, a la izquierda, junto a Agustín Cayuqueo, quien vive en El Rincón de Icalma, a dos horas del pueblo,

“He visto a muchos adultos mayores de sectores rurales, a muchos piñoneros, acercarse al pueblo sin ninguna protección. Sin mascarilla y sin mayor conocimiento de qué es el coronavirus. Acá mismo en Lonquimay la conectividad es mala, y en el campo es mucho peor. Los viejitos no se manejan mucho con la tecnología, así es que muchos están totalmente desconectados de la realidad, no ven noticias o no las entienden. Durante las primeras dos semanas desde el inicio de la emergencia por Covid 19, hubo mucho desabastecimiento. Escaseó la harina, que acá es clave. En las dos farmacias de Lonquimay, que son pequeñitas, se agotó todo. Yo logré que me vendieran algunos insumos, como tapabocas y alcohol gel, porque saben que trabajo con población de riesgo, pero estuvimos muy limitadas. La recomendación era no hacer visitas domiciliarias, sino contención a distancia, pero cuesta por el tema de la conectividad y de la falta de destreza tecnológica de los mayores. Muchos de nuestros usuarios tienen poco manejo del celular, por eso es clave la colaboración de los vecinos, pero en las zonas rurales están solos y aislados, muy distantes de sus vecinos. Es muy angustiante no poder conectarse con ellos”, explica Catherine, contenta porque ya recibió los implementos de seguridad necesarios para hacer sus visitas.

 

LA SEÑORA DEL CEMENTERIO

Agustín Cayuqueo vive en el Rincón de Icalma, camino a la laguna. A sus 70 años, es soltero, sin hijos y está solo, a excepción de sus animales: dos perros, cinco gatos y una decena de gallinas, a los que considera su familia y tiene rigurosamente bautizados con nombres de futbolistas famosos. Convive con Messi, Zamorano, Ronaldinho en el sector conocido como Rincón Icalma. El fútbol es su compañía a través de una radio a pilas, ya que no cuenta con electricidad, pero esa entretención también se la ha llevado el coronavirus ahora que la actividad deportiva también cesó. Tampoco cuenta con alcantarillado. No sabe leer ni escribir. “Él es un caso prioritario. Vive en una casa que le dio el Estado cuando se incendió la suya hace años, pero es una vivienda en muy malas condiciones. Aunque ya le salió una nueva, de esas que llaman ´de subsidio cordillerano´ todo está parado por la emergencia, por lo que me temo que el invierno será muy duro para él”, cuenta Catherine.

Piñonero toda su vida, Agustín en su juventud se aventuró como temporero en Argentina, pero finalmente volvió a las tierras donde nació y vivió con sus padres y donde permanece hasta ahora, viviendo al día. “Hace unos cuatro años, tuvo un accidente en el campo. Una rama de una de las araucarias que rodean su casa cedió por el peso de la nieve, le cayó encima y le fracturó la pierna izquierda y le dañó un brazo. Eso lo ha limitado mucho en sus actividades –ya no puede buscar y cortar leña por sí mismo–, además de provocarle fuertes dolores cuando empieza el tiempo frío”.

Otro caso parecido es el de Francisco Millal (68), viudo y padre de un adolescente de 16 años, al que como a todos los estudiantes de la comuna, se le suspendieron las clases. Francisco le había comprado zapatillas para que pudiera ir al Liceo de Lonquimay, pero todo se arruinó. “Ahora es mi niño quien compra las cosas, porque yo estoy en cama, esperando que me saquen la vesícula. Tengo la operación pendiente. Mi niño se va a patita al pueblo cuando necesitamos algo. Lo más preocupante es que tenemos poca leña para el invierno. Eso no más”, dice, escueto y con una serenidad que no se compadece con su mal estado de salud.

Fidelmira vive desde hace 13 años “arribita del cementerio”.

Fidelmira Díaz (74) es “la señora del cementerio”. Oriunda de Ranquil, quedó huérfana a los 7 años y la crió una hermana que la golpeaba. Nunca fue a la escuela. “Sufrí mucho con sus maltratos; era muy especial”. Cuenta que salió escondida de su casa y que casarse fue una liberación. Con su marido, anduvieron en distintas localidades antes de instalarse en Lonquimay, donde mantenían las tumbas del cementerio. Cuando él murió, ella siguió con el trabajo hasta que le terminaron el contrato.

Vive desde hace unos 13 años en un terreno aledaño al camposanto de Lonquimay, arriba de una loma. De prestado, en una vivienda autoconstruida en lamentable estado. No tiene luz eléctrica, ni alcantarillado, ni agua potable. Alcaldes sucesivos le han prometido ayudarla y hasta ahora con lo que cuenta es con la subida de un camión aljibe que la abastece de agua cada tres días. Antes de la pandemia, que obligó a cerrar el comedor solidario subvencionado por la Municipalidad, desayunaba y almorzaba allí, pero ahora no cuenta con eso y, lo peor, no ve a sus amigos, como a “El Pajarito”, que es con el que más conversaba.

“Muy andariega”, como la define la trabajadora social del Padam, Fidelmira camina loma abajo y entra al pueblo, en un trayecto de más o menos un kilómetro, que recorre a diario, de ida y vuelta. Aunque tuvo 8 hijos, varios han muerto y sólo uno vive a pocos metros de su casa con su mujer. Tiene problemas de salud mental y de consumo de alcohol, por lo que cada vez que sale, Fidelmira debe cerrar su casa con candado, para que no le saque leña y lo poco y nada que tiene.

Acostumbrada a las adversidades, dice que no le teme “al bicho”, refiriéndose al coronavirus, que Dios la protege, y que jamás se ha sentido atemorizada por vivir junto al cementerio. “Me da susto cuando se quedan velas prendidas, porque podría producirse un incendio, pero voy con mi linterna y las apago”, cuenta.

Valiente, casi temeraria, Fidelmira cuenta con todas las condiciones para recibir las cajas de alimentos que está financiando la campaña #ChileComparte, impulsada por Hogar de Cristo y otras fundaciones para llevar un alivio concreto a los más vulnerables, a los que ya empiezan a sentir el impacto económico de la pandemia, traducida en algo tan feroz como el hambre. Lo mismo que Agustín y Francisco. Sin embargo, ella insiste en que no le teme al bicho, que es su manera de ser optimista y de ver siempre la luz al final del túnel.

 

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