"Sin el Pato, yo sería una gata pelá"
Es parte de la minoría femenina que engrosa la cifra de 18 mil personas en situación de calle. Y es también cara elocuente de cómo la extrema pobreza y vulnerabilidad que representa vivir sin hogar es aún más cruda, dura y peligrosa para las mujeres. Aquí, entre retazos de episodios traumáticos, Alejandra logra verle el lado positivo a su vida.
Por Ximena Torres Cautivo
17 Julio 2019 a las 10:00
En el callejón Ugarte, en plena Estación Central, tienen su ruco Alejandra (46), conocida como “la Chica Bomba”, y Patricio (56), “el Pato”.
Esa precaria construcción, adosada a una pandereta, que ha experimentado sucesivas mutaciones, ha sido su casa los últimos años de la década que llevan juntos. Ahí, en esos dos por dos metros, ahumados y oscuros, sentadas en su alta cama de una plaza y cubrecama de chenille verde, “la Chica Bomba” nos habla de amor:
-El Pato llegó a la calle por mí, él dejó su casa por mí. El Pato tiene dos hijos y su ex señora sabe que nosotros estamos juntos. Yo estoy enamorada del Pato. Él ha sido todo lo mejor para mí. Su apoyo es lo más bueno que tengo, y el de sus hijos y el de don Mario, su papá, que me llevó a su casa cuando yo estaba mal, mal. El Pato me ha ido cortando la droga, el consumo de pasta base. Ahora lo único que falta es que me saque de la cuestión del alcohol. Yo le cuento a él cuando me quiero tomar un copete y él me dice que no tome esas petacas de ron que venden a 500 pesos y que son pura química, y me pasa unas moneditas para que me compre una caja de vino, que es mucho más sano”.
-El Pato es el hombre de tu vida.
-Vulgarmente se lo voy a decir, si yo no tuviera al Pato, andaría como todas esas otras cabras que andan en la calle pelándose, prostituyéndose, vendiendo su cuerpo por droga. Sin el Pato, yo sería una gata pelá.
Alejandra y sus 4 hermanos quedaron huérfanos de madre, cuando ella tenía 6 años. Ahí partió el descalabro. Estuvo en manos de familiares, “en una casa de Maipú, que era nuestra y nos la quitaron, donde nos mantenían encerrados y nos daban las sobras de las comidas, y a la que yo le prendí fuego”, cuenta en un relato disperso, matizado de una letanía de “tíos”, “tías”, “mamitas”, como llama a monitores y voluntarios de diferentes fundaciones y a personas generosas que en distintos momentos la han ayudado. “A mí me recibió la tía María Gajardo”, dice, reconociendo a una de las monitoras de la hospedería de mujeres del Hogar de Cristo más antigua. “La tía María” lleva 47 años trabajando ahí. “Ella me conoció gordita, crespita, porque así era yo de niña”.
-Ahora eres flaca…
-Sí, eso fue porque me metí en el alcohol y las drogas. Me consumí. Yo no oculto nada; es mejor decir la verdad que una vil y cochina mentira. Eso pasó porque, señorita, perdone, pero me da pena contarlo -dice, quebrándose. Con los ojos llorosos y la voz temblorosa, continúa: -Entré en el consumo porque yo, señorita, fui abusada por mi propio hermano y quedé embarazada cuando tenía 11 años. Ahí nació mi primera hija, que se llama Bernardita y fue criada por mi tía Sabina con quien nunca más tuve contacto. Yo estuve parte de mi embarazo viviendo en la calle; después del parto, me recogió mi mamita Aurelia, que es de allá de Cerro Navia y no tiene ningún parentesco conmigo, sólo bondad. Yo creo que las mujeres son más solidarias que los hombres, aunque hay algunos hombres frente a los que me saco el sombrero, como mi suegro, don Mario, que un invierno me tuvo en su casa, cuando yo estuve muy mal por las drogas.
Alejandra dice que tuvo otros dos hijos: Ivonne e Isaías y que el día más feliz de su vida fue cuando conoció a Isaías, al que ha visto sólo dos veces. Saltando de un hecho tremendo a otro, recuerda que “después de tener a una de mis guagüitas, me llevaron al COD (Centro de Orientación y Diagnóstico) de Pudahuel. Alcancé a estar dos semanas. Yo me fugué. De ahí me arranqué, porque no me gusta el encierro”.
-O sea, tú has elegido la calle. ¿Tú podrías vivir en un lugar que no fuera la calle?
-Yo, señorita, lo que más anhelo es salir de aquí. Tener un baño digno donde poder bañarse como la gente, donde nadie la esté mirando a uno, donde uno pueda defecar tranquila. Porque si no se ha dado cuenta, todos defecan por aquí. Yo tengo problemas para defecar, señorita, yo tengo que tomarme unos sobres para poder vaciar mi cuerpo.
Sentada sobre la cama, Alejandra se va sacando ropa por capas. Cada prenda que se quita es como ir profundizando en la tragedia y en el olor acre de la pobreza extrema. “Tengo todos mis brazos cortados porque intenté matarme varias veces, cuando consumía pasta base. Déjeme que le muestre -dice, exponiendo su cuerpo, que es como una zona de guerra. Mostrando sus cicatrices, detalla: “Aquí me sacaron las vísceras para afuera y este puntete iba directo al corazón. Pero ahora sí que se va a quedar loquita con lo que le voy a mostrar…”.
Alejandra se saca la zapatilla del pie izquierdo, el calcetín, y muestra un talón mordido, incompleto, donde la piel es morada. “Este pie es un milagro de Dios, señorita. Y se lo agradezco a la virgen morenita que tengo ahí. Le agradezco a ella poder caminar como la gente y al Hogar de Cristo, porque fueron los tíos de calle los que me recogieron y me llevaron al tiro al hospital. Esta carne nueva me la ha dado el Señor. Tengo un tornillo aquí, otro acá -cuenta, indicando el tobillo y la cadera izquierdas. Y resume: -Todo por la maldita droga, señorita.
-¿Cómo pasó?
-Me atropelló una micro. Mi talón parecía un montón de carne molida. Entonces tenía veintitantos.
-Entonces te llamaban la “Chica Bomba”.
-Sí, entonces. Me llamaban así porque andaba con un hombre muy grande, muy alto. Yo parecía el bastón de él. Por eso me decían la Chica. Lo de Bomba vino cuando me empezaron a pasar los problemas: el atropello, el incendio del ruco, el desalojo.
No nos queda claro si ese hombre grande fue el mismo que la sumergió en su peor etapa de consumo de pasta base. “Lo peor que me ha pasado es haber vivido con un pedazo de lonyi que me sacaba todos los días cresta y media, señorita. Él no se levantaba de la cama si yo no le traía el vicio. Fue el Pato el que me dijo ‘hasta cuándo aguantai esto’. Ahí me decidí a mandarlo preso, me da pena eso, pero él me indujo al consumo, me dejó metida, bien metida en la droga, y fue el Pato el que me salvó”.
Alejandra cursó hasta cuarto básico, pero se siente súper capacitada para el oficio que eligió: “A mí, señorita, no me queda chico todo lo que es motores de autos, mecánica de herramientas. Ahí afuera está estacionado mi Mercedes Benz. Yo con ese carro de supermercado retiro escombros, ese es mi trabajo. Soy buena retirando escombros. Míreme las manos; no parecen de mujer, ¿cierto?
Dice que todo lo que gana es para comer, que con 500 pesos hace maravillas. “A veces, cuando nos faltan las monedas, me dan ganas de ir al paradero a pedir, pero el Pato me dice que no, que para eso tenemos nuestros manos. Yo he pedido monedas y he sentido el rechazo. Es un rechazo grande. Muy duro. ‘Ándate a trabajar, vaga culiá’, me han dicho y eso duele mucho”.
Patricio se asoma por la cortina que hace las veces de puerta y nos pide que le pasemos un insólito y primoroso cojín de tafetán rojo con vuelos que está sobre la cama. Lo dobla y con cordeles lo amarra al travesaño de su bicicleta para ir a buscar a una nieta al colegio. Alejandrá está orgullosa de su hombre y de lo que han logrado.
“Yo no tengo grandes lujos. No tengo luz eléctrica y esa es mi cocina, ahí hago fuego -dice, indicando un brasero ‘hechizo’-. Tengo esa olla chica para calentar agua; es mi tetera, y en ese sartén, frío. En este metro cuadrado, soy feliz con el Pato, aunque no queremos estar aquí para siempre. A veces vamos al Club Hípico. Él juega unas carreritas y me compra un sanguche de potito. Dejamos todo escondido, porque yo no confío en nadie. Sólo en el Pato y en esta virgen morenita que encontré botada en la basura y que en la noche se ilumina de azul. A ella le cuento mis penas. Le explico que a mis hijos no les puedo pedir perdón como madre, porque sólo a Dios se le pide el perdón, pero que sí les pido disculpas.
Alejandra dice que en la calle no hay amigos. “El único amigo es el bolsillo lleno. Entre los que vivimos en calle hay pura envidia y veleidad, y todo lo que nos traen, la mayoría lo vende. En mi caso, no. Y aquí tiene la evidencia”, dice, mostrando una radio a pilas roja, una repisa de mimbre y otros de sus haberes más preciados.
-¿Te incomoda que a veces en las rutas de calle se sumen voluntarios de colegios o gente de la tele y autoridades y te vengan a ver como si fueras una curiosidad?
-No me molesta, me gusta y lo agradezco. Así conocí y bailé con el Caszely hace años en Canal 13. Y hace poco estuve con Rivarola y hasta me pusieron en el Facebook de la U. Creo que es bueno que la gente del barrio alto se enteré de cómo vivimos los pobres. Que los estudiantes sepan cómo es cucharear en la basura en busca de comida. Que las personas tengan conciencia. Si yo tuviera que entregar un mensaje les diría a los niños y a las niñas chicas que no se dejen tentar por la calle, por la droga y el alcohol, porque nadie merece ser abusado como lo fui yo de niña y como lo he seguido siendo de grande por vivir en la calle. No hay que escaparse de la casa al primer charchazo, a la primera dificultad, porque no hay nada peor que la calle.
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