El poder de las ollas comunes
En los 80, cuando la crisis económica arreciaba y el hambre golpeaba a miles de familias, las ollas comunes se multiplicaron por todo el país. En la zona oriente de Santiago, estas iniciativas destacaron por su organización y el empoderamiento de las mujeres. Una de sus responsables fue esta trabajadora social que logró que sus gestoras se convirtieran en microempresarias.
Por Valentina Miranda G.
7 Marzo 2024 a las 16:07
A mediados de la década del 70, con el alza imparable del desempleo, surgieron las primeras bolsas de cesantes y comedores infantiles, que a poco andar comenzaron a alimentar no sólo a los pequeños, sino que a todo el núcleo familiar.
A fines de 1977, existían en Santiago 323 comedores apoyados por la iglesia con 31 mil beneficiados, de acuerdo a datos de la Vicaría de la Solidaridad. Desde entonces estos comedores empezaron a disminuir y a ser sustituidos por ollas comunes que reunían a familias que vivían en la misma población o campamento.
La idea era cocinar juntos, pero comer separados. Es decir, un miembro de cada familia iba a buscar las raciones y las llevaba a su casa.
En 1981, las ollas empezaron a adquirir mayor fuerza e importancia, especialmente durante la crisis económica de 1982, que fue el momento donde se produjo el nivel más alto de cesantía (19,6%). La situación era crítica. El 30% de la población vivía en condiciones de extrema pobreza. En este sector, casi cinco de cada diez niños padecían de algún grado de desnutrición.
A fines de ese año. había 34 ollas comunes y dos años y medio después alcanzaban a 232, según el catastro del Programa de Economía del Trabajo, PET.
Detrás de las ollas, los fogones y los cucharones, hubo dos mujeres que vieron en estos espacios una oportunidad para empoderar a las pobladoras: Ana María Medioli, trabajadora social de la Universidad Católica, y la dentista Mirtha Ossandón, ambas integrantes de la Vicaría de la Solidaridad.
Después del golpe militar, Ana María −con sólo 28 años− comenzó a trabajar en el Comité Nacional de Ayuda a los Refugiados Extranjeros (CONAR), donde colaboraba para sacar a extranjeros de Chile. Tras un año y medio allí, se integró al Comité Pro Paz y, en 1976, a la Vicaría de la Solidaridad.
“Mi mamá iba mucho a las cárceles, visitando detenidos políticos”, nos dice su hija Paula Sánchez, quien habla en representación de su madre, que hoy se encuentra delicada de salud. Paula era solo una niña, pero recuerda que eran tiempos de mucho temor e incertidumbre por el trabajo que hacía su madre.
Poco después la Vicaría se organizó en distintos departamentos y Ana María quedó como encargada de la Zona Oriente, que fue conocida por el trabajo en las ollas comunes y los comedores populares, pero, sobre todo, por su trabajo con las mujeres. “Mi mamá no quería que los comedores y las ollas fueran solo asistencialismo y los empieza a ayudar a organizarse, a gestionar las compras de alimentos, a abaratar costos”, recuerda Paula.
Así, las ollas empezaron a tomar la forma de una organización social −de subsistencia, populares y territoriales−, con tareas específicas, normas, deberes y derechos. Bajo su alero se construyeron relaciones estables y se crearon identidades colectivas. Cada una tenía una directiva, en la que predominaban las mujeres. En casi todas se realizaban asambleas semanales de planificación y existían diversos grupos de trabajo.
En 1991, Ana María volvió a la Vicaría Central para hacerse cargo del Comando Nacional de Ollas Comunes y, un año después, cuando desaparece la Vicaría, convocó a todas estas organizaciones y creó –junto a Mirtha Ossandón– la ONG Programas de Acción con Mujeres, PROSAM.
Esta organización trabajó con las mujeres de las ollas comunes y con algunas dirigentes sociales de comunas más vulnerables. El objetivo era formarlas como microempresarias y gestoras de sus propios proyectos.
En concreto querían que las mujeres pudieran formar empresas de alimentación y ser proveedoras de la Junta Nacional de Auxilio Escolar y Becas, Junaeb.
Lo lograron.
Llegaron a existir ocho empresas en distintas comunas de Santiago e, incluso, en más de una oportunidad fueron evaluadas como las que daban la mejor alimentación.
Finalmente, las ollas comunes se convirtieron en una oportunidad para progresar de muchas pobladoras, más allá de ser la opción que tuvieron miles de familias para paliar el hambre en tiempos de dictadura.