Dos vidas cambiadas por Vivienda Primero
Rubén Peña y Jorge Escobar comparten departamento en plena avenida Errázuriz de Valparaíso. Ambos dejaron atrás su pasado de alcoholismo y situación de calle. Les gusta cocinar y aprendieron a manejar un hogar y a administrar el dinero. Piden que el programa Vivienda Primero se extienda a más adultos mayores como ellos que padecieron crónicamente la exclusión.
Por María Teresa Villafrade
17 Enero 2025 a las 18:57
Han pasado cuatro años desde que acompañamos a Rubén Peña Rodríguez (63), en plena pandemia, a dejar la hospedería de Hogar de Cristo en Valparaíso para irse a vivir al flamante departamento ubicado en Avenida Errázuriz, frente a la bahía. Sus manos le temblaban de emoción al abrir la puerta del que hasta hoy es su hogar.
Rubén es uno de los 22 participantes del programa Vivienda Primero que Hogar de Cristo gestiona en la región con financiamiento de los ministerios de Vivienda y de Desarrollo Social. Este programa, pionero en Latinoamérica, entrega desde 2019 techo y acompañamiento sicosocial a personas mayores de 50 años que han vivido en situación de calle.
El departamento de Rubén luce limpio y ordenado, con varios maceteros de suculentas que él se encarga de cuidar y que alegran la vista en la terraza. Ya son cinco los Años Nuevos que ha podido disfrutar desde allí con la espectacularidad de los fuegos artificiales y con su hija, con quien retomó lazos.
“La encontré, gracias a la ayuda de una compañera de trabajo que la buscó en Facebook. En ese entonces, yo trabajaba en un restaurante del Mercado Cardonal y allí mismo volvimos a abrazarnos. Ella es manipuladora de alimentos y, por fortuna, se vino de Santiago a vivir a Cerro Barón”, cuenta.
Rubén está recién operado de tumores que le encontraron en la vejiga y lo visita el TENS del programa Vivienda Primero de Hogar de Cristo, Fabián Aravena. “Mañana iremos juntos a que lo revisen porque tiene fuertes dolores y sigue con sagrado”, explica el profesional,
“Lo mejor para mí es estar aquí, pese a los dolores que tengo porque me dieron de alta del hospital Van Buren muy rápido y con puro paracetamol”, agrega Rubén, quien está con licencia médica desde diciembre en el restaurante que lo contrató y que queda al lado del Congreso. “Ya llevo dos años ahí y mi especialidad son los mariscos”.
Justo en ese momento llega su compañero de programa con quien comparte el departamento, Jorge Escobar (67). Viene cargado de remedios que le acaban de entregar en el consultorio.
“Fui el primero en entrar a este programa”, dice, orgulloso. Aunque confiesa que en cinco años “me he mandado varios condoros”, se lleva muy bien con Rubén. Ambos son buenos cocineros.
Rubén ya ha viajado tres veces a su Victoria natal en el sur: “He invitado a mis hermanos pero ninguno ha querido venir”, concluye para irse a descansar del post operatorio.
PAPÁ, ¿HASTA CUÁNDO?
Bueno para conversar, Jorge Escobar enumera sus enfermedades: es operado de cáncer de próstata, de una cadera y de la vesícula. “Tengo hipertensión, diabetes e hipotiroidismo”, dice mientras muestra sus bolsas con medicamentos. “Me tomo diez pastillas diarias”.
“Estoy viviendo contento y feliz este segundo tiempo de mi vida, como le llamo. Este lugar me abrió las puertas y lo estoy aprovechando. Hace cinco años salí del alcoholismo. El último condoro que me mandé fue en un departamento en calle Colón. Falleció uno de mis compañeros y me sentí culpable de no haber hecho lo suficiente. Lo sacaron en calidad de bulto para el hospital. Pensé que quizás no pedí ayuda a tiempo. Y uno busca una vía de escape que es el alcohol. Me fui altiro a comprar a la botillería de al lado”.
Dos semanas duró su recaída. Un día se sintió tan mal que quedó botado en el living después de vomitar sangre. La psicóloga del programa lo llamó justo en ese momento y le pidió que no le cortara el llamado. Era tiempo de pandemia, todos pensaron que le había dado COVID. Llegaron los bomberos, la ambulancia y Megavisión.
“Fui noticia. Me hospitalizaron en el Van Buren y resultó que no tenía COVID. Pero me acuerdo que sintiéndome tan mal, escuché la voz de mi hija que me decía ´papá, ¿hasta cuándo?´. Eso me golpeó y llevo ya cinco años sin consumir alcohol”.
Jorge tiene tres hijas y un hijo. Todos criados por sus madres. “Perdí todo, llegué a dormir al estero Marga Marga. Los voluntarios del Hogar de Cristo me iban a ver allá, me llevaban tecito. Un buen día llegué a las oficinas de calle Chaigneau. Yo conozco hace tiempo a la fundación y sé que ellos nos entregan las herramientas para que uno pueda dejar la calle”.
Su último trabajo fue como auxiliar de aseo en la misma hospedería donde empezó a rehabilitarse. Hoy recibe la pensión general universal y ayuda económicamente a su hija menor de 21 años.
“Cuando se empieza a subir una escalera, uno tiene que llegar hasta arriba. De estar en la calle pasé a trabajar en la hospedería, son metas que me enorgullecen. Algunos me dicen que construyo castillos en el aire, pero tengo sueños. Traigo, eso sí, una mochila en la espalda: la de haber abandonado muchos años a mis hijos. Todos salieron adelante gracias a su mamá. Van a venir a verme este sábado”.
Nos invita a conocer el enorme televisor que tiene en su dormitorio y que una hija le regaló. “Tengo buena relación con la mamá, pero solo cuando conversamos solos, porque cuando están los hijos ella pone una barrera. Creo que siente que le voy a quitar el cariño de los hijos”, agrega.
Este año pasó las fiestas de fin de año con Rubén nada más. “Lo pasamos bien, pero igual me duele todavía no haber reconocido antes mis problemas con el alcohol. Me hicieron muchos tratamientos de rehabilitación, pero te trataban como una ficha y no como una persona. Aquí en el Hogar de Cristo, una psicóloga me dijo ´Jorge, yo creo en ti´, cuando ni siquiera yo creía en mí mismo. Ella empezó a trabajar conmigo y así pude recuperarme”.
En su viaje al pasado, recuerda cuando pernoctaba en un ruco en el estero de Viña del Mar con tres amigos entrañables.
“Nos decían los Soda Estero, porque en ese tiempo estaba de moda el grupo Soda Stereo. Compartíamos todo; cuando estás en la calle, eres solidario con el otro. De los cuatro, todos están finados menos yo. Se los llevó el alcohol. A uno le ofrecieron ayuda y no quiso. Al otro lo vino a buscar su esposa, se lo llevó y al mes estaba de vuelta. Soy un bendecido, conocí al Hogar de Cristo y a gente buena”.
Y nos pregunta: ¿Sabe por qué la gente en la calle tiene perros? Responde: “Porque el perro lo abriga y lo escucha. Yo tenía uno, el Corbata y me ponía a conversar con él, me escuchaba. Me desahogaba con el animal”.
Jorge es vendedor ambulante de dulces en Viña del Mar, donde es nacido y criado. De niño, jugaba en el cementerio abandonado de Recreo. “Tuve una bonita infancia, fui hijo único y regalón. Mi error fue no seguir estudiando, hice hasta octavo en el Liceo de Recreo. De viejo hice un curso de manipulación de alimentos en la Católica de Valparaíso”.
Su compañero Rubén solo estudió hasta séptimo.
-¿Qué significa para ustedes el programa Vivienda Primero?
-En una palabra, significa vida. Aquí uno tiene paz, tranquilidad y el apoyo de un equipo espectacular. Ojalá creciera más y que favoreciera a más personas que viven en la calle.
En 1992, surgió en Nueva York el original modelo de intervención social conocido como Housing First (Vivienda Primero), de la mano del psiquiatra y psicólogo Sam Tsemberis, fundador de la organización Pathways to Housing.
Este enfoque surgió como una alternativa a los modelos tradicionales de tratamiento para personas sin hogar, especialmente aquellas con enfermedades mentales, adicciones y/o discapacidad.
Ha ganado apoyo como alternativa a la forma tradicional de intervención, dado que los primeros presentan tasas significativamente más bajas de consumo y abuso de sustancias y son significativamente menos propensos a abandonar su programa, ya que en los países donde se ha aplicado el 85% de las personas no vuelve a la calle.
El impacto positivo de los programas de Vivienda Primero contrasta con las dificultades para retener a los pacientes a los que se les da primero el tratamiento para su enfermedad y evita el incremento del uso de sustancias y la posible recaída.
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