de los jóvenes excluidos en cuarentena
A pocos días de la grave situación ocurrida en el Hogar Carlos Macera en Talcahuano, donde resultaron heridos dos jóvenes tras disparos realizados por efectivos de Carabineros, publicamos estos testimonios que les dan voz a niños y adolescentes bajo protección del Estado. Algunos llevan años sin ver a su familia. Hablan de su soledad, del virus y del Chile que imaginan. Les pedimos que dibujaran sus autorretratos en tiempos de pandemia. Acá están los resultados.
Por Matías Concha P.
22 Diciembre 2021 a las 20:34
Jimmy tiene diez años; Camilo, 13. Los dos viven en el hogar Hatary de niños y adolescentes administrado por Hogar de Cristo en La Serena, que acoge a jóvenes vulnerados en sus derechos. Nos cuentan que desde que comenzó la pandemia, pasan las tardes jugando videojuegos. “Es que ya nadie sale a jugar a la pelota”, revela Jimmy, un niño tímido, con pelo abundante, que no ve a su madre desde que comenzó la cuarentena.
Los estrictos protocolos para evitar un brote en la residencia no les permiten tener contacto directo con sus familiares, tampoco ir al colegio –además no hay clases presenciales– o hacer actividades al aire libre. Una realidad que mantiene a Jimmy, el menor de la residencia, angustiado. Con 10 años, extraña a su mamá y a sus hermanos. “Me da miedo que mi mami se contagie”, señala mientras se balancea en la silla. Luego agrega, esperanzado: “Pero mi mamita me dijo por videollamada que me tienen un dormitorio solo para mí, hasta me juró que cuando se termine el bicho me podré ir con ella a mi nueva pieza”.
Jimmy va en cuarto básico y cuando grande quiere ser veterinario. Camilo está en sexto, y no tiene idea de qué va a pasar con él en el futuro. “Me da flojera pensarlo”, indica Camilo, entre bromas. Luego explica que a él la pandemia no le da susto, inclusive le divierte la idea de enfermarse. “Es que me gusta caleta la idea de pensar en morirme; siento que las personas que se mueren se van a un lugar mejor”.
Camilo llegó a la residencia Hatary de Hogar de Cristo, en diciembre de 2019, donde conoció a Jimmy, luego de un periplo por distintas residencias para menores en Talca, Illapel, La Serena, Antofagasta. Dice que no recuerda su infancia. “Solo tengo memoria a corto plazo”, afirma. “Es que estuve mucho tiempo metido en drogas, me hizo muy mal, creo que si no hubiera visto lo zombi que quedó un amigo, nunca hubiera dejado la bulla”. Entonces Camilo, concluye: “Este es el único lugar donde a uno lo han tratado con cariño, las tías son buena tela, siempre me preguntan cómo me siento, me llevan al doctor, es que somos como una familia bien unida, también me van a comprar lentes porque veo pésimo”.
A Jimmy tampoco le gusta la idea de hablar de su pasado. Cuando era más chico no podía articular palabras; vivía obligado a comunicarse con señas. Él apenas lo recuerda, pero alguien lo obligó a consumir drogas cuando apenas tenía cinco años, lo que lo mantenía en un estado de letargo y sopor permanentes. “No me gusta el pasado, no pienso en eso”, dice Jimmy. Ahora su materia favorita son las matemáticas. Le gustan el taller de manualidades, los animales, las plantas, el básquetbol, la cocina, salir a la plaza, ver a su madre. En este momento, Jimmy prefiere hablar del futuro: “Quiero ser veterinario, es que los animales son ternurita, también merecen que alguien los cuide”, explica.
En el hogar Hatary no siempre se encuentran los mismos niños. Las asistencias allí son variables. Dependen de los tribunales de familia. De todos modos ahora hay siete que viven allá, hacen sus juegos, participan en las actividades y comparten con las educadoras. Ellas los escuchan, los cuidan y toman nota de cómo están con su entorno y de la relación que llevan con sus familiares. Los niños, explican las monitoras, han sufrido muchos episodios de angustia en la pandemia. “Lo más difícil fue al principio, no fue sencillo explicarles que no podrían ver a sus familias en la cuarentena. Ese fue el periodo que generó más ansiedad. Por eso organizamos visitas a través de videollamada, pero lógicamente no fue lo mismo para ellos, tampoco para las madres, pero logró bajar los niveles de ansiedad. Fue muy triste ver cómo los niños se pasaban la semana con la incertidumbre de si hablarían o no con sus mamás”, explica Natalia Rojas (25), la sicóloga de la residencia de Hogar de Cristo.
Dentro de los niños que son atendidos en las residencia de protección del Hogar de Cristo, un 60% ha sufrido algún tipo de maltrato, un 46% ha sufrido maltrato psicológico o emocional y un 31% abuso sexual. Del total de niños, niñas y adolescentes, un 57% asiste a terapia psicológica y un 43% utiliza medicamentos psiquiátricos.
O el “bicho” se acaba, dicen los niños, o ellos y sus familias se verán cuando algún tribunal de familia lo decida, mientras, seguirán viviendo en el hogar Hatary. Ninguna de las alternativas les pertenece. Sólo les queda aguantar. Camilo y Jimmy pertenecen al 86% de las familias de niños en residencias que vive en situación de pobreza.
EL HOGAR DE NIÑAS
Hace pocos meses, Camila escapó de un incendio en la residencia para jóvenes y adolescentes, Rimanakuy, que recibe a 14 niñas dependientes del Hogar de Cristo en La Serena. Hoy, sólo quiere olvidar ese día, porque fue el susto más grande que le ha tocado vivir en sus 15 años. “Para mí fue súper fuerte, esa era nuestra casa”, recuerda. “Después de eso me aburrí de estar con las otras niñas, me tenían chata, casi se quema la casa y querían que siguiera con ellas, así es que me escapé de la residencia”.
Durante meses, en plena pandemia, Camila deambuló escondida, viviendo en la casa de amigos o conocidos. “No quería hacer la cuarentena con las otras chiquillas, era mucho el estrés entre puras mujeres… Bueno, también tenía ganas de pasar mi cumpleaños con mis seres queridos”.
Desde entonces Camila pertenece a los más de 7 mil niños y jóvenes que no asisten al colegio, sin haber completado sus 12 años de escolaridad obligatoria en Coquimbo. Una cifra que debería subir en pandemia. “Ahora que volví al hogar, espero retomar mis estudios, pero este año lo veo difícil, con suerte aprendía en la sala, de dónde saco las ganas ahora que no hay ni compañeros”.
A diferencia de Jimmy y Camilo, ella sí tiene recuerdos de los años en que vivió con su familia. Pasó su infancia en Coquimbo. “Llegué al hogar de niñas porque me agarré con mi papá… Es que él le pega a mi mamá, es un alcohólico, un hombre violento”. Luego agrega, en voz baja: “Yo me metía a defender a mi mamá, es que odio la violencia, me descompone”. Hoy Camila sigue creyendo lo mismo. “Ahora vivo más feliz, aunque sea lejos de ellos, estoy mejor lejos de la violencia, aunque sea aislada con las otras niñas”.
Carmen tiene 14 años y cada vez que algo le pone nerviosa, empieza a gesticular. Se atora. “Se viene un nuevo Chile, donde espero respeten más a las mujeres… Yo llegué acá porque mi mamá no aceptó que sea bisexual, cuando le conté. Así fue que me echaron de la casa… y terminé pasando la cuarentena en el hogar de niñas”.
Pese a que quiere ser diseñadora de moda cuando grande, cree que las mejores cosas las ha aprendido en el hogar Rimanakuy. “Acá las tías me han ayudado caleta, son como nuestras propias mamás, me tienen paciencia, me aceptan, también hay taller de pintura, se hacen más cosas que en la calle, especialmente ahora con lo del virus, hay mucha actividad”, finaliza.
Su amiga Perla (17) también cree que el hogar Rimanakuy es un buen lugar. Sobre todo porque la ayudan en sus tareas. Nos cuenta que este año, al igual que la mayoría de los estudiantes del país, comenzó a tener clases virtuales. Dice que del colegio echa de menos las matemáticas. “Me gusta porque es un ramo donde se pueden solucionar los problemas”. Pero este año, Perla no logró aprender nada, ella declara que “me cuesta concentrarme con la bulla de las otras cabras, me quiero puro ir de acá”.
La pandemia en el hogar de niñas, dicen las jóvenes, no ha estado libre de problemas. “Me tienen chata los gritos… Acá no hay amigas, sólo hay compañeras”, opina Perla. Muchas de ellas se han descompensado por el estrés, el encierro, la incertidumbre y el aislamiento que provoca el virus. Si a esto le sumamos los problemas cotidianos de convivencia, las jóvenes han pasado un año muy complejo. “Las niñas que acogemos son adolescentes, una edad muy complicada, si a esto se le agrega que tienen problemas de salud mental, consumo de sustancias y problemas de índole psiquiátricos a causa de las graves vulneraciones que han vivido, la convivencia se hace aún más difícil en un periodo donde todos hemos estado más ansiosos por el temor al contagio”, explica Vilma Madrid, la directora del hogar de niñas y adolescentes, Rimanakuy.
“Como hemos estado tanto tiempo encerradas por el corona, me estoy dedicando a escribir un libro”, comenta Perla. “La cuarentena me hizo pensar en todo lo que he vivido desde los catorce años. Me angustia, por eso quiero contar mis recuerdos, pero no le voy a contar ahora, son muy malas, no sé, en verdad prefiero no hablar de eso”, concluye Perla.