14 Marzo 2019 a las 09:48
En Chile, miles de niños y jóvenes están excluidos del sistema escolar. Sus historias capturan de cerca la pobreza, el abandono y un estigma que los avergüenza; tener 16 años y haber llegado a tercero básico, por ejemplo. Pero algunos han dicho basta y han logrado recuperar su derecho a la educación: sin importarles compartir sus vidas si con eso logran al menos abrir un debate.
Por Matías Concha
Lo primero que hizo la madre de Javiera Aroca (20) cuando se enteró de que su hija era lesbiana, fue contarle a toda su familia. “No sé cómo ella supo, pero hubo tíos que no me hablaron durante años. Así empezó la hecatombe en mi casa. Yo tenía 13 años. Dejé de estudiar y, para ayudar a mis hermanos chicos, empecé a hacerme cargo de la casa. Me tocaba cocinar, hacer aseo, bañarlos. Había que hacerlo, qué rabia, eran responsabilidades que no me correspondían, pero me tocaron”.
La exclusión escolar -deserción, la llaman livianamente los que no saben, suponiendo una decisión consciente de abandonar los estudios- no provoca encendidas discusiones en televisión ni obliga a los políticos a pronunciarse. Ni siquiera existe un consenso técnico respecto a la verdadera dimensión del problema. “Si se utiliza el indicador de prevalencia de la desescolarización, aplicado a la CASEN, en su versión 2017, esta alcanza 138 mil personas, lo que corresponde al 3,6%. En cambio, para el mismo rango de edad y fórmula de cálculo, pero usando datos de registro administrativo del MINEDUC, se obtiene que, en el año 2017, existían poco más de 358 mil niños y jóvenes excluidos, lo que eleva la proporción a un 8,9%”, revela Liliana Cortés, directora ejecutiva de Súmate del Hogar de Cristo, que trabaja el tema de la reinserción educacional.
Para Javiera, más allá de haber trabajado como la empleada doméstica de sus hermanos, lo que más le dolió al final fue que “el sistema mismo nunca se enteró. Nadie de la escuela me preguntó por qué dejé de ir al colegio. Es difícil que alguien lo entienda, pero es como no existir para nadie. Sabemos que el sistema está colapsado, que los profes no dan más, pero en el camino están quedando cabros que terminan en la calle”, concluye.
Se podría inferir que por los resultados de la CASEN 2017, la deserción escolar no despierta debate. Liliana Cortés, opina: “Como la matrícula nacional es de tres millones y medio de niños, ¿a quién podría importarle que hayan 138 mil jóvenes que están fuera del sistema? Distinto sería si se reconoce que hay casi 360 mil niños que hoy en día no son tema para nadie”, finaliza la directora ejecutiva de Súmate Hogar de Cristo.
NOS DIJERON JUEGUEN A ESTUDIAR
Estas cifras son sólo la parte visible de un trasfondo mucho más dramático: la exclusión educativa no comienza solo cuando el estudiante se encuentra fuera de la escuela, sino muchísimo antes. “Como éramos caleta viviendo en la misma casa, había cualquier problema. Quizás por eso yo pasaba piola y no me mandaban nunca al liceo”, relata Francisco Iturriaga, (17). “Yo me escapaba y me iba para la calle, ahí me juntaba con otros cabros que estaban en la misma, íbamos al mall, ahí se choreaba, se piteaba. Al final, me terminaron echando del liceo porque repetí tres veces primero básico, tenía como 6 años”.
La mamá de Francisco no sabe leer ni escribir, como trabajaba todo el día en la feria del barrio, dice que no pudo exigir nada del colegio. Su padre, que arreglaba bicicletas esporádicamente, nunca se enteró. “Me costaba caleta entender la materia, se me olvidaba todo. Quizás era porque andaba con depresión… Es que me daba vergüenza tener compañeros tan chicos, yo era como el longi del curso”, continúa narrando.
Después de su expulsión, el colegio derivó a Francisco a un centro educacional que recibe a alumnos con discapacidad intelectual. “La historia de Francisco es tremenda, casi negligente, había un completo desconocimiento de las necesidades educativas que tenía, ¿cómo se explica que lo mandaran a un colegio para personas con discapacidad, sin tener un diagnóstico certero?”, cuestiona Francisca Figueroa, trabajadora social del Colegio Betania de La Granja, que trabaja reinsertando al sistema escolar a jóvenes que no tienen acceso a la educación formal.
“Como a las escuelas especiales les conviene tener alumnos para mantener sus matrículas, dejaron a Francisco en el mismo nivel por años, algo inaudito”, dice la trabajadora social. Y luego añade que: “Ahora Francisco está nivelándose en nuestra escuela. Qué ganas de que hubiera llegado antes: su historia revela cómo el sistema educacional le puede terminar haciendo daño a un niño, por excluyente y mediocre”, afirma Francisca Figueroa.
AMORES QUE MATAN
“Cuando cumplí 13, intenté suicidarme porque empecé a salir con un tipo que me agredía físicamente”, recuerda Yaritza Meza (17). Y sigue: “Al descubrir que además me estaba engañando con otra, tomé la decisión de ‘liquidarme’, me sentía tan utilizada, tan tonta, me dije a mí misma: OK, me voy a la mierda’. Y así fue, me tomé todo lo que encontré en pastillas: clonazepam, ibuprofeno, paracetamol, lo que pillé. Me desmayé una hora después”.
Yaritza despertó cuando en el hospital le estaban haciendo un lavado de estómago. “Después de eso mis viejos se separaron y mi casa dejó de ser un lugar cómodo. Y como mi papá sufre de alcoholismo, siempre había peleas. Yo era chica, me portaba pésimo en el liceo, te juro que andaba con tanta rabia adentro. Al final, me echaron porque repetí dos veces, esa fue la gota que rebalsó el vaso, ya no tenía dónde estar”.
De los 358.946 jóvenes excluidos de la educación, más de 153 mil son mujeres y el 70% de ellas nunca logrará ingresar a la fuerza laboral. “En muchos de los casos han dejado de asistir por razones familiares y personales, como necesidad de ocuparse de sus hermanos menores, o de generar ingresos para sostener la familia o por adicciones que los alejan del sistema educativo”, explica Ricardo Espinoza, analista de políticas educativas comparadas en la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE), en París.
En Chile hay medio millón de personas de entre 15 y 29 años que no estudia ni trabaja. Y si los reuniéramos a todos llenaríamos más de 11 veces el Estadio Nacional. Son 545.654 en total, del cual el 64% son mujeres, con un pronóstico fatal: sólo un 30% de ellas logrará completar sus estudios en el futuro.
“Al final, mi mamá tomó la decisión de sacarme de la casa y nos fuimos a vivir solas a un departamento. Después entré a un programa de rehabilitación, ahí estuve como un año y conocí un montón de chiquillas que también habían sido expulsadas del liceo: por quedar embarazadas, por drogarse; en el fondo, por tener problemas”, señala Yaritza.
Después de recibir el alta, Yaritza le pidió a su mamá que interpusiera una orden de alejamiento contra su ex pareja. No aguantaría más golpes. Luego ingresó al Colegio Padre Álvaro Lavín, que trabaja con jóvenes que se encuentran en situación de pobreza, vulnerabilidad y exclusión. “Ya no voy a aguantar malos tratos: ni de hombres, ni de mí misma, ni de nadie”, finaliza.
La educación es un derecho social, pero no se cumple igual para todos. “El proceso de acompañamiento, tanto durante como después de los estudios es fundamental; estos jóvenes necesitan una educación flexible y personalizada, con docentes y directivos capaces de trabajar y potenciar a estudiantes en situaciones de exclusión”, opina el experto de la OCDE, Ricardo Espinoza.
SENAME Y ABANDONO
“Mi mamá tiene esquizofrenia y a los tres años me internaron en el SENAME, ahí estuve 13 años, después tuve una pérdida y caí en depresión. También pasé algún tiempo de un hogar a otro con tíos y familiares, pero no les gustaba cuidarme”, cuenta Airy Badilla (17).
Finalmente, llegó al Servicio Nacional de Menores de Pudahuel porque la sorprendieron robando. “Nunca tuve una familia, no había alguien que me enseñara lo que está bien y lo que está mal. Cuando un niño es traficante, ladrón o anda en la calle es porque algo le pasó”.
Según la directora ejecutiva de Súmate, Liliana Cortés, para descubrir el porqué, hay que ingresar en sus vidas: “Hablamos de niños que son apuntados con el dedo, los llaman ‘delincuentes con overol’, son jóvenes que han crecido en barrios problemáticos, muchos de ellos controlados por el narcotráfico o la delincuencia. Su realidad -la única vida que conocen- es la de la disfuncionalidad familiar, el embarazo precoz, el consumo de drogas. Todo eso los aleja de las escuelas tradicionales y los convierte en ‘casos complejos’. Empiezan a ser apuntados por los profesores, por sus pares, por los padres de sus pares. Así, ¿quién querría ir al colegio?”.
La infancia es la población donde más impactan la pobreza y la exclusión en Chile. Según la encuesta CASEN 2017, el 13,9% de ellos vive en situación de pobreza por ingresos y el 22,9% se encuentra en pobreza multidimensional. Si se consideran ambas metodologías de medición, el 31,7% de los niños y jóvenes en Chile sufre algún tipo de vulneración a sus derechos básicos.
La inclusión aún no llega: existen decenas de miles de niños fuera del sistema escolar. Sin laureles y sin futuro, más de 350 mil jóvenes están pateando piedras. “Una roba por necesidad, porque siempre estuve sola y no tenía un apoyo, a medida que crecí me fui dando cuenta de algunas cosas y quise cambiar. Ahora vivo con mi mamá, y después de no ir al liceo en tres años, llegué a la escuela Padre Alberto Hurtado de Renca. Ahora, por fin, no me siento tan sola”, concluye Airy Badilla.
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