De niño institucionalizado a emprendedor satisfecho
Nació en el campo, vivió en residencias de menores, partió trabajando de guardia en el Hogar de Cristo y hoy es un hombre de negocios de la región de Valparaíso. No tuvo una infancia grata, pero creyó en sí mismo, trabajó y aprovechó las oportunidades. Hoy, además de ser orgulloso padre de dos jóvenes profesionales y abuelo chocho, se aventuró en la inversión de gallinas y cabras. Esta es su historia.
Por María Luisa Galán
16 Septiembre 2021 a las 09:47
“¿Cómo piensa retribuirle a la sociedad lo que te ha dado a ti? Yo le dije: cuando seas padre, ¿le pedirías a tu hijo que te retribuyera lo que le diste? No, me dijo. Entonces, le respondí: Yo soy un hijo de la sociedad y ¿cómo le voy a retribuir? Siendo una buena persona, una persona de bien”, cuenta Norman Aballay (54), un hombre muy trabajador y ejemplo de resiliencia, cuya vida ha estado ligada al Hogar de Cristo.
Nació en el campo, en Petorca, en una familia con doce hermanos. Él es el número once. “No fue muy grata mi infancia”, dice. Dado el consumo problemático de alcohol de su padre, su mamá decidió internarlo en un hogar. Tenía cerca de cinco años. “Ahí empecé a conocer esto de los internados. Después volví a la casa, pero ya no quería estar ahí. No me hallé, había mucho conflicto”, agrega en su relato sobre lo que fue su “niñez institucionalizada”. Estuvo dos años más con su familia hasta que le solicitó a su mamá volver a una residencia de protección. Así llegó al ‘Refugio de Cristo’, donde estuvo otro par de años, hasta que uno de sus hermanos mayores le ofreció vivir con él, pero tampoco se acostumbró. Las vueltas de la vida lo llevaron a conocer a un sacerdote que trabajaba en el Hogar de Cristo. Gracias a él, ingresó a la residencia de la fundación Codefin en Viña del Mar, que era administrada por la obra del Padre Hurtado.
“Si bien no fue una vida emocional muy sana, logré estabilizarme y salir adelante. No quedaba otra, no podía quedarme estancado preguntado por qué estoy en esta situación”, reflexiona. Tal vez un elemento clave fue que la conexión con su mamá nunca se disipó. “Nunca se perdió ese lazo. Me quiso mucho, nos cuidó a todos nosotros, preocupada de que estuviéramos bien. Sin su apoyo, uno habría hecho cualquier cosa, pero siempre estaba ahí. Después de que salí de la Armada viví varios años con ella”.
El comienzo de su vida adulta tuvo como hito su servicio militar en la Armada. Le gustó y se quiso quedar para trabajar de enfermero, pero como no había cupo, le ofrecieron quedarse con el rango de infante de marina. No quiso. Sin trabajo, pasó a saludar a lo que había sido su hogar, su familia, esa residencia que compartió con veinte niños y jóvenes, donde se levantaban a las cinco de la mañana a hacer ejercicio. Ahí se encontró con Manuel Díaz, el administrador de ese entonces, a quien le comentó su situación. Le ofrecieron trabajo. Comenzó como guardia en un centro de adulto mayor, luego fue auxiliar de servicios, bodeguero, conductor y encargado de compras. Todo en los distintos programas de la fundación en la región de Valparaíso. Una carrera laboral exponencial. “Pensé que era momentáneo, pero al final me fui quedando y pasaron los años. Hicimos muchas obras sociales. Construimos mediaguas, hicimos el plan de invierno, el programa calle”, cuenta.
Iba viento en popa hasta que la fundación externalizó muchos de sus servicios, pero se le ofreció hacer su propio negocio. “Pasar a la parte empresarial era difícil, pero siempre lo quise hacer”, comenta. Lo analizó y se lanzó. “Lo agradezco porque no fue un ‘se va’, me esperaron unos meses para pensarlo. El Hogar era parte de mi vida y cortar ese lazo era fuerte. Pasaron unos meses y tomé la decisión de hacerme cargo de los servicios. En el fondo, era hacer lo mismo que hacía antes”.
Hasta 2020 estuvo a cargo de los servicios del Hogar de Cristo en la región de Valparaíso, como aseo, alimentación, transporte, pero perdió la licitación. “Hubo una mejor propuesta y esto demuestra que hay transparencia. Y las cosas tienen que ser para todos iguales, para todos brilla el sol. Y no hay por qué sentirse mal, así son las reglas del juego. Fue una experiencia muy linda, pasaron rápido los años. Partí a los 19 años y ahora estoy por cumplir 54. Tres cuartos de mi vida ligados al Hogar de Cristo y aún seguimos de alguna u otra forma”, dice.
Con el bichito del negocio ya internalizado, se aventuró a expandirse en el mundo de las gallinas y producción de huevos, y en el de las cabras para producir leche y queso. Y aunque la iniciativa no ha prosperado mucho en el último tiempo, tiene fe. “Hay que aguantar este momento que está siendo muy malo para todos. Tenía 400 mil gallinas, hoy están quedando 100 mil porque no hay capacidad de venta. No hay consumo. No sé si hay sobreproducción de huevos o qué. El año pasado en esta fecha estaba sobrevendido”, comenta Norman.
MANO A MANO
No sabe mucho de lo que fue de sus compañeros de residencia en el Hogar de Cristo. Sabe que a uno le ha ido muy bien en Codelco. “Tuvimos un buen pasar. Fue uno de los centros en que nos trataban muy bien. Éramos como una familia y eso nos hizo crecer tranquilos. No era un régimen militar, existía el sentido común. Todo era muy relajado. No había que formarse para tomar desayuno, por ejemplo. A nadie se le ocurría irse. Y con los que me he juntado, dicen que fueron los mejores años de su vida. Éramos veinte y estuvimos cerca de cuatro años juntos”, dice, recordando su vida en esa casa ubicada en un sector residencial de Viña del Mar. Y era tal su familiaridad con el barrio, que muchos de los vecinos los llamaban para hacer pololitos como aseo, carpintería o pintar. “Fuimos muy trabajadores”, recalca.
“Los jóvenes de hoy creen que otros deben solucionarles las cosas. Pero no. Cuando era chico me di cuenta que no era así, si yo no lo hacía, nadie más lo iba a hacer. Si alguien te daba una mano, tenías que ir tomando la otra y la otra para seguir trepando. Nadie te va a tirar una soga, hay que ir trepando por esas manos y llegar arriba. Las oportunidades las va forjando uno mismo. Nosotros estábamos internados pero salíamos a trabajar, cuidábamos nuestra casa, no nos curábamos, drogábamos o robábamos. Como sea tratábamos de educarnos” cuenta, recalcando que no es sólo su sentir, sino que también el de sus compañeros. “No soy una lumbrera, igual me costaron las cosas. Estudié en distintos colegios porque me cambiaba de domicilio. No tuve una continuidad de compañeros, base de estudios. Así y todo saqué mi cuarto medio porque me preocupé”, agrega.
“Cuando uno era chico, uno discernía qué era bueno y qué era malo. Cuando uno cree, puede salir adelante. Como me decían cuando chico: no es que quieras o no quieras, ¡es que tienes que creer poh! Creerte el cuento”, dice Norman Aballay, un hombre que sin duda creyó en él y hoy es un orgulloso padre de dos hijos y abuelo chocho de su único nieto. La mayor es enfermera en el hospital Gustavo Fricke y el menor estudia ingeniería.