“Si no me hubiera salvado, no estaría sufriendo”
Es uno de los ocho adultos mayores del programa que Hogar de Cristo atiende en el campamento Manuel Bustos que perdió su casa en el mega incendio en Viña del Mar. No solo se quemó su vivienda, también su pequeña huerta y dos millones de pesos en herramientas. “Yo no me quería ir, pero mis hijos y nietos me convencieron”.
Por María Teresa Villafrade/ Fotografías: Agencia Blackout y Familia Rojo
14 Febrero 2024 a las 18:23
Está deprimido a tal punto, que ante cualquier pregunta, se larga a llorar. Víctor Rojo (87) muestra el terreno donde estaba su casa. De pie, erguido, parado sobre los escombros, mira desolado las ramas y latas que todavía no han pasado a retirar. Su huerta en la que plantó tomates y habas, desapareció.
“Estoy bien de salud, pero los nervios me tienen mal”, reconoce.
Sin embargo, Víctor tiene solo palabras de agradecimiento para el programa del Hogar de Cristo que atiende a 30 adultos mayores en el campamento Manuel Bustos de Viña del Mar (PADAM). Tanto su vivienda como las de otras 7 personas mayores se quemaron.
“El PADAM es un programa muy bueno, excelente. Primero ayudaron a mi señora, que pasó postrada sus últimos años. Ella murió en abril de 2023 y después entré yo al programa. Vienen siempre a verme, me ayudaban con las tareas de la casa. Vivo hace muchos años aquí, primero donde una hija, luego donde otra. Hasta que me vine para acá a arreglar toda la cuestión”, dice refiriéndose a la casa donde vivía su esposa.
Es eléctrico de profesión y cuenta que trabajó en el norte, en Chuquicamata y en Calama, en Brasil, Bolivia y, al final, en la isla Quiriquina, en una empresa a la que él sagradamente iba todos los días, pero el resto no. “Hasta que me aburrí y me fui, no volví nunca más y ni siquiera cobré lo que me debían”, recuerda.
Es jubilado, pero está muy molesto con lo que recibe de pensión:
“El patrón me jodió, estuve 15 años con un señor de Santiago. Cuando me quise jubilar, descubrí que no me había pagado casi nada de imposiciones. En un año, apenas unos dos o tres meses. Me jodió todo. Trató de arreglarlo después dándome un poco de plata, lo mandé a buena parte. Estuve 15 años trabajando sin fallar para él”.
Tiene cinco hijos, casi todos residen en el campamento, excepto la menor que vive en Villa Hermosa. Tres de ellos perdieron sus casas en el incendio. Ahora Víctor está de allegado donde su nieta Miriam San Martín, cuya casa de dos pisos providencialmente se salvó. Está casi en frente de donde él vivía.
“El día del incendio, yo no me quería ir, tenía muchas cosas aquí, máquina de soldar, todo tipo herramientas. Más de dos millones de pesos en herramientas. Salí con mi ropa puesta. Si no me hubieran convencido de irme, si no me hubiera salvado, no estaría sufriendo”, dice, evidenciando la profunda depresión que le embarga.
Miriam, su nieta, le dice “papi” porque se crió con él. Ella iba todos los días a tomar té a su casa, a las seis de la tarde en punto, invierno y verano.
“Con este calor le decía si podía ser más tarde, pero no había caso. Mi papi se levantaba temprano todos los días, se preparaba su tecito y se hacía pan amasado. También se cocinaba fideos, pero nosotras estábamos pendientes de que no comiera solo eso”, cuenta Miriam.
Lo nota muy triste, aunque ella, su pareja y sus tres hijos (de 18, 13 y 4 años) lo han acogido felices y con mucho amor.
“Lo veo muy mal, me dice que ya está muy viejo y que no podrá volver a pararse de ésta. Yo le digo que todos le vamos a ayudar. Llora harto. Aparte que no quería dejar su casa para el incendio. Le tuvimos que insistir, me decía para qué me voy a ir, voy a perder todas mis cosas. Lo único que tomé de él fue el inhalador, porque se nebuliza”, cuenta.
Ella tenía 16 años cuando llegaron a la toma con su mamá y sus hermanos.
“Habían poquitas casas aquí y mi mamá trabajaba de asesora del hogar de lunes a viernes. Los fines de semana vendíamos pan y empanadas. Así fuimos levantando todo hasta que mi mami puso un negocio de abarrotes, pan y verduras en su casa, ambos destruidos por el incendio”, dice y muestra el lugar exacto.
Recuerda que en los primeros años en la toma, ella debía bajar a la vertiente a buscar agua para que su mamá pudiera lavarles la ropa cada sábado.
“Yo odiaba esos días. También teníamos que salir a buscar ramas para hacer las empanadas y el pan. Acá no había ni luz. Estuvimos nueve meses así hasta que empezamos a sacar luz de abajo”, cuenta.
Víctor interrumpe el relato y habla del vecino que vendía “pitos” o “cigarros del campo”, cuya casa también se quemó. Se queja además de que no han ido a encuestarlo para la ficha FIBE.
“Él siente que es una carrera contra el tiempo”, concluye su nieta. Esperemos que pronto pueda volver a ver su casa en pie.