Por José Francisco Yuraszeck, Capellán General del Hogar de Cristo
20 Octubre 2019 a las
10:55
Anoche los trabajadores del Hogar de Cristo de la Región Metropolitana de Santiago nos reunimos para celebrar los 75 años de la causa fundada por Alberto Hurtado un 19 de octubre de 1944 en el gimnasio de nuestra casa matriz, en plena Estación Central, en un Santiago que comenzaba a explotar de rabia e impotencia por los cuatro costados.
La llegada no fue fácil para muchos. Ya en la tarde, el clima en la ciudad era tenso, y el regreso, marcado por la escasa locomoción colectiva disponible, peor. Estuve hasta las 3 de la madrugada, yendo y viniendo, acarreando a varios trabajadores que no tenían cómo regresar a sus casas en distintos barrios periféricos. Vi con mis propios ojos varios buses ardiendo, fogatas en las esquinas e incendios en varias estaciones de metro. Al despuntar el alba, descubrimos que el daño y la destrucción echaban por tierra décadas de esfuerzo por integrar un Santiago ferozmente segregado, lo que se refleja en la lamentable vandalización hasta la destrucción de gran cantidad de estaciones del tren subterráneo. El presidente de Metro acaba de confirmar que el daño alcanza a cientos de millones de dólares, y lo que es más grave, no contaremos con la red en su plena capacidad en meses. Las consecuencias de esto las veremos desde el lunes, cuando todos quieran ir a sus trabajos.
En el Hogar de Cristo y con muchas otras organizaciones de la sociedad civil, llevamos años trabajando junto a personas y comunidades que están en las fronteras de la exclusión. Desde este compromiso sostenido en el tiempo, es clave dentro de las implicancias de esta crisis analizar el cómo nos relacionamos unos con otros, y también de qué forma vamos conjugando el nosotros del que somos parte. La reparación de vínculos rotos y desde ahí la reconstrucción del tejido social, es lo que permitirá la sostenibilidad de nuestra sociedad.
Hay bastante evidencia para afirmar que los más afectados por la crisis social, económica y ambiental que vivimos son y serán los más pobres y excluidos, tanto por impactos directos, como porque las medidas que se plantean para enfrentar la crisis los afectan también directamente, encareciendo la vida y los productos y servicios básicos. Las distintas caras de la pobreza y la exclusión demandan intervenciones cada vez más complejas, donde la empatía y la sensibilidad son vitales. El aumento del pasaje del metro es para los más vulnerables la gota que rebalsó el vaso, comprendido como un verdadero despojo, y el que no lo entiende así es parte del problema, sobre todo cuando se tiene rango de autoridad.
Ante los efectos de esta explosión ciudadana que con características similares hemos visto en Francia y en Ecuador con pocos meses de diferencia, algunos hablan de la importancia de promover la resiliencia, personal, comunitaria y urbana. Una actitud resiliente es la que permite a las personas ponerse de pie ante las adversidades que sufren. Esa actitud tiene componentes innatos, propios de la personalidad de cada uno, pero cuando hablamos en términos comunitarios o a nivel de ciudades, hay acciones que se pueden desarrollar para desplegarla. Urge cuidar en cada paso las tres principales dimensiones de la vida en sociedad, que desde la perspectiva del desarrollo sostenible son: la inclusión social, o sea que todos se beneficien de lo que colaborativamente la sociedad ha podido alcanzar; la sostenibilidad medioambiental, que permita que no nos envenenemos o agotemos los recursos disponible; y la productividad y crecimiento de la economía, las tres imbricadas entre sí. Y en todo esto, los esfuerzos del Estado y de la sociedad civil organizada no pueden omitir a los más pobres. Es en ellos donde debemos focalizar la acción. En este caso, se trata de reducir las omisiones que hemos cometido con ellos. Y de ver cómo juntos nos ponemos de pie, tal como estamos casi acostumbrados ante los desastres naturales.