Un 17,2% de chilenos declara síntomas de depresión, convirtiéndonos en uno de los países de América Latina con mayor prevalencia en el tema. Hace algunas semanas, el Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social, dio a conocer los resultados de la Encuesta Nacional sobre Salud Mental y Apoyo Social en Chile, aportando importantes luces sobre esta materia. Particularmente relevante nos parecen los datos que vinculan depresión con género y nivel socioeconómico.
El hallazgo no sorprende: hoy en Chile son mujeres de los estratos más pobres quienes mejor conocen de depresión, porque la viven, y la palean automedicándose, con pastillas compradas en la feria.
Si partimos por el nivel socio-económico, el estudio señala que la prevalencia de síntomas moderados a severos de depresión es cerca de 8 veces mayor en el decil 1 versus el decil 10 de ingreso per cápita por hogar. En el trabajo con poblaciones en situación de pobreza y exclusión, comprobamos cotidianamente que las personas y familias más pobres, enfrentadas a diario a profundas dificultades de vida, tienen mayor riesgo de padecer de un trastorno mental.
Las afecciones en salud mental son el resultado de factores biopsicosociales cuya interacción y complejidad en contextos de mayor vulnerabilidad social, favorecen una mala calidad de vida y una baja sensación de bienestar general. Si a lo anterior, sumamos la carencia en el acceso a tratamientos y diversos apoyos oportunos y de calidad, se genera una situación de aislamiento social. Esto genera un círculo vicioso de doble exclusión que empobrece a la persona y a su grupo familiar, y del cual es muy complejo salir sin los soportes adecuados.
El segundo factor planteado por el estudio es el género. Según este, casi el doble de las mujeres respecto de los hombres reconoce tener síntomas severos de depresión. ¿Las causas? Son variadas las hipótesis. Muchas de ellas se relacionan con la edad y la etapa de vida en la que se encuentra la mujer. También influyen traumas o estrés a propósito de las historias de vida y los contextos socioculturales. Quiero referirme a un elemento en particular, íntimamente ligado a la desigualdad económica. Es el cuidado de otros, ser apoyo social de otros, por lo general, familiares. En Chile y en Latinoamérica, el “cuidado” cotidiano de los seres queridos recae en la mujer. Según datos de CEPAL, cerca del 80% de los cuidadores de personas dependientes (niños, personas mayores, con discapacidad, enfermos crónicos, entre otros), son mujeres. Algunas de ellas, con la responsabilidad añadida de ser jefas de hogar y con más altos niveles de pobreza.
Para la cuidadora, la carga asociada se traduce muchas veces en dificultades para acceder al mundo laboral o a doble jornadas, además de estrés, aislamiento, ruptura de otros vínculos familiares y sociales, con el consiguiente efecto nocivo en su salud física y mental.
Frente a este escenario, la pregunta es cuáles serán las posibles rutas a seguir por las nuevas autoridades. En primer lugar, se requiere invertir en herramientas para “emparejar la cancha” en salud mental. Es fundamental el aumento progresivo del presupuesto para salud mental en Chile, pasando del actual 2,3%, que es una vergüenza para nuestro país, dado nuestro nivel de desarrollo, al porcentaje de 5% recomendado por los distintos organismos internacionales.
Otro camino posible es la instalación de una política nacional de apoyo y cuidado a personas dependientes para sus actividades diarias, sus procesos de inclusión y el logro de la mayor autonomía posible. También para sus cuidadoras, mujeres que destinan gran parte de sus vidas a la asistencia de otros, sin ayuda ni protección de sus derechos, incluida su salud mental.
Para implementar este sistema se requiere del perfeccionamiento de programas ya existentes y de un eficiciente y profundo trabajo intersectorial, liderado por el Ministerio de Desarrollo Social.