En 2017, cuando cumplía 100 años, escribimos esta biografía, que hoy, a la hora de su muerte, recuperamos con la admiración de entonces y de siempre por este hombre que entendió qué significa la violación de los derechos humanos en todas sus dimensiones: represión, tortura y muerte, pero también violación la de los derechos básicos, la desigualdad y la invisibilidad que padecen los más pobres. Se va un jesuita imprescindible.
Por Ximena Torres Cautivo
28 Septiembre 2019 a las 21:43
“Cuando vino el provincial a visitarnos me preguntó en el desayuno cuántas pulgas había atrapado esa noche. 83, le contesté. Revisaba mi ropa sobre una palangana antes de acostarme y por las mañanas, caían las pulgas, unas 50 en promedio. Pero esa experiencia me dejó muy contento”.
El párrafo tomado de su biografía “Un peregrino cuenta su historia”, corresponde a las vivencias de un joven novicio que oficiaba de “maestrillo” en un colegio jesuita de Antofagasta, como parte de su formación. Corría 1941 y José Aldunate Lyon tenía 24 años. Había nacido en cuna de oro -se crió en el palacio que su familia tenía a la entrada de la avenida Vicuña Mackenna, donde hoy funciona la embajada de Argentina-, pero ya empezaba su “compromiso con la humanidad en los pobres”.
Hoy el conocido “cura obrero”, símbolo de la lucha por los derechos humanos y contra la tortura, como coordinador del Movimiento Sebastián Acevedo, nos deja. Mañana domingo 29 de septiembre, el Premio Nacional de Derechos Humanos 2016, será velado en la explanada del Museo de la Memoria a partir de las 11 de la mañana. Lo despedirán sus 30 compañeros de la casa que compartió en la residencia jesuita de la calle Alonso Ovalle. Para su centenario, hace dos años, el entonces más joven de todos, Jorge Díaz, capellán de la Región Metropolitana del Hogar de Cristo, que también se fue temprana y sorprendentemente para todos este año, nos comentó que el único que lo superaba en edad era su su hermano mayor, el sacerdote jesuita Carlos Aldunate Lyon, que murió el año pasado a los 103 años.
En 2017, el mayor de los hermanos Aldunate estaba mejor físicamente que el menor; José tuvo una hemiplejia en 2016 y, desde hace años, estaba ciego. En 2002, cuando cumplió 85, escribió en su biografía: “Mi ceguera que se avecina no es ya para mí un problema ni menos una calamidad”. A ella hoy se suma un cáncer de piel que le ha dejado una herida abierta muy fea en la cabeza. Y, luego del accidente vascular, ya conecta poco con su entorno.
Impresiona que los hermanos Aldunate Lyon, muy cercanos, amigos y cómplices en la infancia, que vivieron en manos de institutrices inglesas, porque su madre Adriana Lyon Lynch, deseaba una formación british para ellos, hayan vuelto a coincidir al final de sus vidas.
“Siempre hablaron en inglés entre ellos. Eran muy flemáticos en su relación”, comenta el jesuita José Arteaga, muy cercano al cura Pepe. Y el aludido, en su biografía, confesó que el régimen impuesto por las nannies de su niñez “implicaba un gran sacrificio, sobre todo para mi padre que era un hombre muy cariñoso. Era una efectiva separación de los padres, que no intervenían en lo pequeño y cotidiano de la vida de los niños. Creemos con mi hermano Carlos que esta situación implicó factores negativos para nuestra formación afectiva”.
Impresiona la honestidad con que José Aldunate cuenta su vida, la terrenal, la espiritual, la religiosa y la política. Desde la vocación por el sacerdocio, medio oculta al principio, dada la temprana entrada de su admirado hermano mayor al noviciado, hasta su participación en protestas, huelgas de hambre, liturgias por detenidos desaparecidos, torturados, asesinados, quemados vivos, como el estudiante Rodrigo Rojas de Negri, asesinado por una patrulla militar junto a Carmen Gloria Quintana, quien afortunadamente sobrevivió. “Ella es un símbolo viviente de la inhumanidad y al mismo tiempo de la voluntad de vivir de un pueblo. Me emociona siempre encontrarme con ella”, leemos en “Un peregrino cuenta su historia”.
EL MALO DE LA PELÍCULA
Sorprende también la humildad con que Aldunate comenta los logros y responsabilidades que fue adquiriendo una vez que entró a la Compañía de Jesús. Dice en un momento de la narración que el padre Hurtado lo visitó cuando estaba en Francia por su Tercera Probación. “Él estaba gestando la Acción Sindical y Económica Chilena, la ASICH. Y venía seguramente a echarme un ojo. Yo nada sospechaba”.
Luego agrega sobre la relación entre ambos: “Éramos muy diferentes. Admiraba en él lo que me faltaba a mí: su dinamismo apostólico, su capacidad de acogida y espontaneidad en el trato. Por timidez y respeto no aproveché ese año -el último de su vida-para tener un mayor trato personal con él”.
Pero ese ojo que le echó el padre Hurtado puede que sea lo que lo impulsó a hacerse un cura obrero, camino en que lo encontró el Golpe en 1973. Era ayudante-carpintero en un edificio que estaban construyendo en la Universidad de Concepción. “Mi experiencia obrera se desarrolló en el contexto de un Chile bajo ocupación y una situación obrera y poblacional crecientemente oprimida”, cuenta en sus memorias. También narra su regreso a Santiago, donde participó en operaciones de salvataje. “Se trataba de meter gente perseguida por el régimen en las embajadas. Era casi asunto de empujar a las personas por encima de las murallas”. “Los empuja-potos”, los llamaban en un alarde de humor negro.
Luego, en paralelo a esas tareas de defensa de derechos humanos políticos y en medio de la gran cesantía de 1975, trabajó en el Programa de Empleo Mínimo (PEM) y, aunque no le correspondía, en el Programa de Obrero para Jefes de Hogar (POJH). Cuenta sobre eso: “Tuve el gusto de manejar el chuzo y la pala en un hermoso otoño en este nuevo contexto urbano. Pero mis tres compañeros se lateaban soberanamente y flojeaban a full. Una vez les hablé sobre la responsabilidad. ‘Siendo cumplidor, les dije, me ha ido bien en la vida’. Se miraron y uno me contestó: ‘Tan bien te ha ido, que estás en el PEM’”.
No sabían sus compañeros de pega, que el menudo y canoso compañero era un académico destacado y un filósofo de la ética.
A ese duro, largo y cotidiano trabajo diario dedicaba un semestre cada año. Los seis meses restantes estudiaba, hacía clases, dirigía la revista Mensaje, asistía a congresos, porque además de activista y cura obrero, José Aldunate es “un reconocido moralista, en el buen sentido de la expresión”, como lo define José Arteaga. Un estudioso y un profesor de ética y moral. “Eso se ve en sus escritos y en su acción. Siempre está haciendo una reflexión ética sobre la realidad y eso lo llevó a ser un defensor de los derechos humanos y a concretar el Movimiento contra la Tortura Sebastián Acevedo, que recuerda a un obrero que se quemó a lo bonzo en 1983 frente a la catedral de Concepción, desesperado por la detención de sus dos hijos a manos de la CNI”.
En 1984, el cura Aldunate se instala en la población La Palma de Estación Central. En esos años participa de más de un centenar de protestas, con varias tomas de iglesias incluidas, lo que ante la jerarquía eclesial lo hacía quedar como un alborotador. “Como el malo de la película”, ha escrito.
HIZO LO QUE PUDO
También recuerda en sus memorias que muchas veces quedó entre dos fuegos en las protestas: “Entre los milicos con sus lanzabombas y los pobladores con sus piedras. De parte y parte he notado cierto respeto por este adulto mayor no combatiente y algo despistado”. Y concluyó: “Las protestas callejeras fueron declinando en la medida en que grupos vandálicos tomaron el liderazgo con destrucciones callejeras. Todo esto me confirmaba en mi tesis de que la lucha más eficaz es la no-violenta”.
“Pepe es nuestro Gandhi… nuestro Gandhi del fin del mundo”, sostiene su amigo, el trabajador social Osvaldo Aravena, que resumió así sus aportes en una columna el año pasado cuando el jesuita recibió el Premio Nacional de Derechos Humanos: “Lo que él ha hecho a lo largo de su vida está motivado por su fe en Dios, la convicción de la defensa y promoción de los derechos humanos, y la lucha por la dignidad de los más humildes, no por la búsqueda de premios o reconocimientos”.
En estos tiempos en que el ansia por tener campea, lo que más nos impresiona es su opción por la pobreza, presente en cada uno de los pasos de su vida. Como cuando debe dejar la población La Palma por orden de la Compañía de Jesús e instalarse en la calle Hannover, en un agradable sector de Ñuñoa. “La vida aquí es más grata: no hay perros ni basura botados en las calles, pero estoy más lejos de los pobres”, se lamenta. O cuando promueve el trote, porque no pide mayores gastos: “Es el deporte más apropiado para los pobres”, y es el que practicó a diario hasta avanzados sus 80 años. O como escribe en sus memorias, escritas, como hemos dicho, en 2002: “Quisiera sí morir como pobre, así he logrado vivir sin lograrlo de veras. No en una clínica, sino donde le pueda tocar a un pobre: en la calle, en un hospital público, en el Hogar de Cristo o simplemente “en casa”, sin mayores gastos, donde mueren tantos pobres”. Y como ese humor, que su compañero jesuita Arteaga define como “medio fome” y que aquí se manifiesta muy british, sugiere el siguiente epitafio para su tumba: “Hizo lo que pudo. Le fue más o menos”.
Ojalá todos pudiéramos hacer un balance existencial tan humilde y honesto, habiendo sido ejemplo de compromiso y comprensión de la pobreza. Habiendo entendido en todas sus dimensiones qué significa la violación de los derechos humanos, lo que incluye la represión, la tortura y la muerte, pero también la violación de los derechos básicos, la desigualdad y la invisibilidad que padecen los más pobres. Habiendo sido un héroe en la defensa de todos esos derechos.