“La tristeza me llevó a cortarme”
Es una de las 18 habitantes del Centro Terapéutico Residencial que Hogar de Cristo tiene en Quilicura. Un dispositivo escaso y absolutamente necesario para acoger a madres con hijos pequeños que tienen problemas de consumo de alcohol y otras drogas. Cada una de ellas ha vivido pobreza, discriminación, exclusión, abandono, violencia y sobre todo el desprecio de una sociedad que juzga y culpa con una liviandad inhumana. Rocío cuenta aquí su caso.
Por Ximena Torres Cautivo
19 Noviembre 2023 a las 14:23
Diez, doce cicatrices cruzan el interior de sus antebrazos. Su piel blanca está marcada por esos cortes autoinflingidos como una manera de purgar el consumo de drogas que la tiene en riesgo de perder la tuición de sus dos hijos.
Rocío (30) vive desde hace veinte meses en el Centro Terapéutico Residencial que Hogar de Cristo tiene en Quilicura para atender a mujeres con consumo de drogas y alcohol. Está muy por encima del tiempo de permanencia indicado para las mujeres residentes en este dispositivo escasísimo en Chile. Es una excepción, porque como ella misma dice y lo confirman los profesionales que conocen su historia, “volver a mi casa es factor de riesgo. Si vuelvo a donde me crié, caeré de nuevo en el consumo y yo quiero estar bien. Sólo así podré recuperar a mis hijos”.
¿Qué posibilidades tiene de lograr su propósito? ¿Qué ayuda recibe del Estado para conseguirlo? Dados los positivos avances de su proceso de rehabilitación, ¿conseguirá trabajo, una vivienda segura, que los tribunales crean en ella y que el cuidado de Andrés y Adriana, sus hijos, no quede exclusivamente en manos del padre de los niños? ¿Cuenta con apoyo legal para esa tarea?
Su cuesta arriba se ve muy, muy empinado y difícil.
Hoy nuestro país no cuenta con herramientas de apoyo y tratamiento para mujeres con consumo de drogas y alcohol. La desigualdad de género en esta materia es pasmosa. Y, aunque tampoco los hombres tienen una atención a la altura del problema, la oferta se focaliza en ellos.
Este Centro de Quilicura es uno de los pocos que atiende en Santiago a madres con hijos pequeños que buscan superar su dependencia del alcohol y otras drogas. Y aquí lo hacen, justamente porque es un lugar acogedor, cálido, sanador, que, de ser necesario, las recibe con sus pequeños.
Gabriela Leiva, la trabajadora social a cargo de la casa desde 2021, cuenta que “por estos días, estamos con 18 mujeres y dos niños”.
Las cifras oficiales disponibles indican que, en 2021, SENDA atendió a 2.313 mujeres, el 66% de ellas en modalidad ambulatoria. En 2019, sabíamos que el 12,5% de los programas de rehabilitación estaban orientados a ellas y que la capacidad de atención mensual de SENDA era de 798 usuarias, mientras que para los hombres era de 5.758.
Según datos de la población asistida en programas de tratamiento:
Todas las mujeres que viven aquí y el personal que se la juega por ayudarlas, saben que el estigma y el prejuicio dificultan aún más la rehabilitación y la inclusión social. La recuperación de una vida normal.
“Mírala, anda volada, no se ocupa de sus hijos, pasa en la calle cuando debería estar en su casa. Así se nos enjuicia, de manera súper machista, sancionadora y prejuiciada”, nos dijo en una visita anterior una de las residentes de la casa. Y agregó: “La sociedad no soporta que una mujer se desmadre”.
Se des-madre. Buena expresión.
EN CUIDADOS PROVISORIOS
Rocío cursó solo hasta octavo básico.
Ella misma afirma:
–No iba al colegio, me desviaba por el camino. Siempre fui mala para el estudio. Me costaban mucho los ramos de matemáticas e inglés. Repetí mucho. No sentía ninguna motivación por el estudio. Soy la del medio entre cinco hermanos. Vivíamos en Conchalí.
Cuenta que la situación económica en la casa familiar no era mala. “Mi mamá trabajaba y teníamos un bazar y amasandería en la casa, pero nadie me veía. Nadie me hacía caso. No me pescaban, pasaba sola. Tampoco tenía amigas. Siempre sentí que no le importaba a nadie. Todos sabían que yo consumía, pero ninguno decía ni hacía nada. Sabían que ese tema me ponía agresiva. Mi mamá creía que mi problema era el alcohol; nunca me preguntó qué consumía. Jamás se interesó”.
Rocío es alta, grande, blanca, bonita y dulce de cara. Sus ojos castaños se humedecen, cuando habla de Andresito y Adriana, sus hijos de 7 y 4 años. Cuesta imaginarla agresiva o violenta, pero ella confiesa:
–Tengo carácter fuerte. De repente se me enciende la luz roja, la de la rabia, pero ya no ataco a nadie. Aquí he aprendido a controlarme. Cuando estaba mal, sé que Andresito llegó a tenerme miedo. Fue cuando estaba peor, cuando salía con los dos niños a robar a las tiendas para comprar droga.
Cuenta que el padre de sus hijos fumaba marihuana, pero no consumía al punto que llegaba ella. Que ahora tiene otra pareja y no la deja ver a los niños. No le duele ni le importa. “Yo estaba con él, porque es el padre de mis hijos. Soy de ese pensamiento, pero ahora él se ha ensañado conmigo”.
Rocío tuvo un momento crítico. Cayó en una crisis profunda, cuando murió su padre.
–Se me cayó el mundo. Yo ya estaba acá y él era el único que me apoyaba en este proceso. Él era oxígeno-dependiente y murió a los 67 años. Yo sufro de algo parecido, de EPOC, enfermedad pulmonar retroactiva. Perder al único que creía en mí, me hizo irme de acá. Pedí el alta voluntaria.
Fue una mala decisión.
Porque, afuera, finalmente hizo crisis y terminó internada en el Hospital Psiquiátrico. “En el Horwitz”, como dice ella misma. “Ahí, inmediatamente, me quitaron a los niños. Se metió la OPD”, explica con fatalidad, aludiendo a las Oficinas de Protección de Derechos.
O sea, en jerga antigua, intervino el SENAME; hoy Mejor Niñez.
Los niños, explica Gabriela Leiva, ahora están bajo cuidados provisorios. Y Rocío ni siquiera puede hablar con ellos por teléfono.
EL CRUEL ESTIGMA
El equipo del Centro Terapéutico de Quilicura considera que el proceso de Rocío ha sido exitoso, que ella podría egresar. El problema es que no tiene un lugar seguro donde vivir.
–Es excepcional que tenga tanto tiempo con nosotros. Llevamos meses a la espera de que se produzca un cupo VAIS, pero son escasísimos. Nosotros estamos en red con una casa en Ñuñoa y otra en San Miguel. No sé si existen más opciones en Santiago. Temo que no –explica Gabriela Leiva.
VAIS significa Viviendas de Apoyo a la Integración Social y es un dispositivo de SENDA para quienes hayan logrado rehabilitarse del consumo y necesiten un lugar seguro para vivir, de carácter transitorio, mientras se afirman laboral, económica y socialmente. Existen sólo nueve viviendas de este tipo en Chile. Están en cinco regiones; cuatro en la Metropolitana; dos de ella son para mujeres. Son las que mencionó Gabriela.
“Yo podría irme a Conchalí, donde mi mamá, pero en la entrada de su casa siempre hay un auto viejo estacionado, donde venden droga. Estaba ahí y sigue ahí; todo el mundo sabe por qué y para qué sirve. Es un lugar de evidente riesgo para mí. Yo no puedo recaer; debo recuperar a mis hijos”.
Comenta que en ese litigio la apoya mucha gente: el trabajador social, la psicóloga, los educadores del Centro. Tiene además asistencia judicial, pero no es una situación simple de resolver, donde siempre debe anteponerse el bienestar de los niños.
–En la casa del padre de mis hijos se refieren a mí como “la drogadicta”. Me descalifican delante de los niños. Para mí fue tanta la tristeza de no tenerlos, de que me los quitaran, que empecé a cortarme. Me hacía cortes en los brazos. Eso ya pasó. Ahora estoy recuperada. Ya no me corto, pero no tengo casa, ni trabajo, ni redes de apoyo.
Por eso, Gabriela dice que mientras no obtenga un cupo en una vivienda de apoyo, Rocío seguirá bajo el techo del Centro Terapéutico de Quilicura.
“No podemos dejarla en la calle. Ella ha tenido un exitoso proceso y sueña con tener un lugar propio, trabajar y recuperar a sus hijos. Ha reunido todo tipo de antecedentes para demostrar su avance en los tribunales de familia y conseguir ese sueño, pero no se ve nada fácil. Es natural que esté agotada y aburrida de seguir aquí, pero por ahora somos lo único con que cuenta”.